Creado en: mayo 29, 2021 a las 08:00 am.

Marilú Rodríguez Castañeda: confesiones de una mujer maldita

Sentado en la sala de su casa, con el aliento cortado por la emoción de estar tan cerca y sus libros en una mochila, junto a la esperanza de una dedicatoria, observo a esta mujer que admiro tanto. En la cocina, su esposo nos prepara un café. Sé que se trata de una mujer auténtica. Qué corro el riesgo de una respuesta cortante porque Marilú Rodríguez Castañeda no se anda con medias tintas. A fin de cuentas, las palabras son su oficio.

La he escuchado hablar de la maldición de los escritores y la imagino, entre estas paredes, presa de la compulsión hacia la página en blanco. Sé que Elena Lucía Méndez nos observa, agazapada tras algún mueble o envuelta en una cortina. Marilú me regala un elogio y pide que no la trate de usted. No voy a conseguirlo, estoy seguro. Convencido de que la mejor de las novelas comienza con la primera letra lanzo mi pregunta.  

¿Cómo llega a la literatura?

Desde niña, siempre dije que iba a ser escritora, pero el corazón caliente me desvió hacia otras rutas. Hija de padres viejos, me casé joven y tuve que comenzar a trabajar temprano. Eso me desvió del rumbo. Estudié economía, que era lo que se ajustaba a lo que hacía laboralmente. Pero siempre escribía. A veces tenía los Comprobantes de Operaciones en una gaveta y junto a ellos unas cuantas hojas garabateadas.

Fue así hasta que vengo a vivir a Guanajay y me hago amiga de un pintor de la villa. A este amigo le leía mis escritos y él me presentó a Esperanza Espinosa, la persona que atendía literatura en el municipio por aquella época. Así me incorporé a los talleres literarios.

Yo soy un producto de los Talleres literarios. Di riendas sueltas a todo aquello que estaba dentro de mí y comencé a escribir poesía y cuentos. Gané varios premios en los festivales de talleres literarios municipales, provinciales y nacionales. 

Recuerdo unas cartas que le escribía, con apenas diez años, a una amiga que tenía en España. En aquellas cartas ella me decía que quería ser periodista y yo le contestaba que sería escritora. Lo he tenido muy bien definido desde siempre. Escribía cuentos, cartas, poesías que se desaparecieron en el tiempo.

¿Y cuándo se descubre escritora?

Eso fue un poco tardío. Yo trabajaba. Durante 23 años fui jefa de un Departamento Económico, que es un trabajo muy duro y no podía dedicarle todo el tiempo a la escritura. Pero llegó una época en mi vida en que la literatura era más fuerte que todas las pasiones ajenas a ella. Esa pasión era tan grande que ya no podía contenerla.

Solicité una licencia en el trabajo y no me la dieron. Entonces pedí la baja y escribí mi primera novela. Eso fue por los noventa. Aún está inédita pero pienso publicarla algún día. Diez años de investigación con la novela en pleno período especial, en bicicleta, pedaleando, bajo el agua, pero escribí la novela y dije: Esto es lo mío.

Continué trabajando porque de la literatura se vive pero no se come y había que alimentar a la familia. Tenía una máquina de escribir. Hubo un momento en el que hacía mi trabajo en el día  y escribía por la noche, por la madrugada…

En los últimos años antes de retirarme comencé a trabajar en la emisora Habana Radio como colaboradora, en un espacio que se llamaba De libros y autores. Escribía unos comentarios extensos y los leía en mi propia voz. Al retirarme dije: Ahora sí voy a escribir a tiempo completo y así lo he hecho desde entonces.

Todos los días me siento un rato en la computadora a jugar con ese juego que es la adicción alfabética. Escribo, repaso, reviso… Ahora presenté un libro de poesía a la editorial Unicornio y acabo de concluir otro que pasé a las cavas unos días para regresar a él cuando pase ese período de encantamiento y alucinación que le entra a uno en el alma cuando escribe un libro y hacer la reescritura con el cerebro más frío.   

Usted se ha dedicado a la narrativa a pesar de que sus inicios fueron en la poesía. Ahora regresa a la poesía. ¿Por qué?

Siempre escribí poesía. Escribía narrativa y poesía, pero la poesía no la publicaba. No me parecía que era poeta ni me parece todavía, aunque ahora me haya salido ese libro, Epifanía del silencio, y me siento gustosa porque me parece que es un libro digno. La editora Margarita Valdés Castillo me insistió muchas veces para que publicara mi poesía. Al final me decidí. La poesía alivia mucho y yo he estado necesitada de alivios en los últimos tiempos porque me he sentido muy mal de salud. La poesía es un brote increíble desde el alma de uno y uno se queda así, tan aliviado, tan contento, aunque sea por un ratico, cuando escribe poesía…

En su obra narrativa escribe desde la posición de un personaje: Elena Lucía Méndez. ¿Lo hace por cobardía, por pudor o es solo un recurso que utiliza por comodidad?

Me gusta mucho eso que has dicho de un acto de cobardía. Es posible que sea cobardía porque Elena Lucía es la que yo quisiera ser, pero por cordura, por pura castidad no me he lanzado a las llamas como se lanza ella. Es la que quisiera ser. Siempre lo he dicho. Quizás soy una cobarde.   

¿Y cuánto hay de Elena Lucía Méndez en usted? ¿Dónde han coincidido Elena y Marilú?

En la terquedad. Esa terquedad de seguir adelante aunque el mundo se te desplome encima y te abatan todas las penas. En mi caso no se trata de ningún arrojo ni de coraje. Es terquedad. Aunque no olvides que soy una escritora vivencial. Tengo que escribir lo que vivo, tanto en mi piel como en la piel de otro. Entonces entran a jugar las convergencias entre ella y yo. Para ponerte un ejemplo en una época que no publicaba nada, tenía escritas todas las paredes de mi casa. Escribía hasta en el baño. Pasados los años Lucía escribe los muros.

A pesar de su obra tardía usted es una personalidad de la literatura artemiseña. Una escritora seguida por el público lector y un referente para otros escritores. ¿Qué siente ante ese éxito?

Miedo, porque el compromiso es muy grande. Yo pienso siempre que a medida que va creciendo la obra y toma un rumbo más certero y más derecho, son más grandes los compromisos. Yo no me creo la falsa expectativa del éxito. Grandes y exitosos fueron Lezama, Carpentier, Félix Varela “quien nos enseñó en pensar” que murió con cinco cubiertos, una manta raída, muerto de hambre y olvidado de los cubanos. Soy una escritora menor y así lo siento. Aunque sí es cierto que he estado haciendo los Talleres literarios por más de quince años.

Cuando vivía en la Habana venía a Artemisa a hacerlos, en camiones. Pasaba el día entero de pie, regresando el mismo día para la Habana. Comía, a veces, por la caridad pública, de la mesa de alguien que quise mucho y que ya no está, mi maestra de primaria Fe María Fernández.

Lo que sucede es que, cuando pasa el tiempo y escuchas a esas personas que fueron tus talleristas y que ya no son adolescentes, sino hombres y mujeres, repetir algo que dijiste o ves tus palabras en lo que escriben es algo muy grato. Es un sentimiento muy profundo, que se acompaña por cierto miedo porque te preguntas si lo habrás hecho bien, si les habrás enseñado lo que era cabal para ellos en la vida.

Una satisfacción sí tengo y es que después que han pasado por esos talleres manifiestan que eran unas personas antes y otras después de la experiencia del taller. Es enorme el compromiso de saber que uno dictó pautas en la vida de una persona. Eso asusta. Porque en mi labor en los talleres siempre he aspirado que al menos si no se hacen escritores, sean buenos lectores y lo más importante que en el futuro sean hombres y mujeres de bien.

Usted se afectó mucho cuando comenzó a hablarse en Artemisa de los libros digitales, sin embargo, Elena Lucía no piensa igual. En El libro de Racha y otras obsesiones (Editorial Unicornio, 2018), su personaje escribe sobre un muro de concreto. ¿Se trata de una decisión independiente de su alter ego o en el fondo usted sabe que hay un futuro en los libros en la red?

No es una decisión independiente de Elena Lucía. Las dificultades para la publicación siempre han existido. En una época en la que estaba muy difícil publicar en editoriales nacionales yo trabajaba en Habana Radio, en la Habana Vieja. Pasaba cerca de los muros y los veía vacíos. Entonces me decía que eran idóneos para escribir en ellos. Por esa época comenzó lo de pintarrajear las paredes de mi casa. Esa ansiedad de comunicarse, no importa a través de qué medio, tiene mucho que ver con Lucía Méndez.  Yo, en cambio, no puedo subirme a una escalera para escribir un muro y me parece que el mundo digital es un riesgo para mi literatura. Puede convertirse en letra muerta. No obstante me he decidido a publicar en ese formato mi libro de poesía. Alguien lo leerá.

¿Escribe para los demás o para satisfacer una necesidad personal de decir? 

Siempre se escribe para alguien, aunque sea para un amigo, un único lector que consuma nuestra obra. Tengo dos personas fuera de Cuba que siempre que escribo algo están pendientes de tenerlo porque son lectoras ávidas de mi obra. En una época en la que principiaba en la literatura, escribía para un círculo cerrado de unas cuantas personas. Después uno se va volviendo ambicioso y se da cuenta de que puede añadir a otras personas al grupo. Llega el momento que desea escribir y que mucha gente lea.

Cuando yo obtuve el premio “Luis Rogelio Nogueras”, era una desconocida en la Habana. Llegaba a las librerías y veía el libro y las personas haciendo cola para comprarlo. Yo me ponía en la cola como una más. Eso es muy bonito y siempre se agradece.

¿Qué lee Marilú Rodríguez Castañeda? ¿Cuáles son sus referentes en la literatura?

He leído mucho. He releído mucho más. Uno no se lee nunca todos los libros que quiere leerse. Hay una época en la que existe una avidez muy grande. Cuando era menor yo me iba a la bodega de un pariente que sacaba notas en los cartuchos y me leía aquellas anotaciones. Ahora soy más selectiva en mis lecturas. 

He tenido insignias que le han dado luz incluso a lo que escribo. Uno de ellos es Rulfo y el otro Hemingway. El Premio Nobel de literatura en 2003 lo obtuvo el sudafricano John Maxwell Coetzee y su literatura me marcó para siempre cuando la conocí. Me temblaron las manos la primera vez que tuve un libro de Dulce María Loynaz. Son muchos nombres. Pudiera confesarte que hubo libros que me leí, y dejaron una huella profunda en mí, un crecimiento como: la Biblia, Memorias de Adriano, de la Yourcenar; La Habana para un infante difunto, de Cabrera Infante; La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa; El amante de la China de Cholen, de Margarita Duras; Un mundo de cosas, de José Soler; Paradiso, de Lezama; El acoso, de Carpentier. Todo lo de Borges. No sé, es lo que recuerdo ahora, tal vez me falte algún otro. En un tiempo, En el corazón de un poeta, de Neruda, fue mi libro de cabecera. Aunque confieso que definitivamente amo a Rulfo.

Usted ha dicho en varios escenarios que la literatura artemiseña está en un buen momento…

Te voy a decir lo que pienso con mucha claridad. En la provincia hay tan buenos escritores que están a la altura de cualquier editorial nacional o internacional. He leído a autores publicados por varias editoriales y los libros se me han caído de las manos. En Artemisa vivimos tiempos de brote. Recuerdo la época en la que integré los talleres literarios y allí estaba Alberto Rodríguez Tosca. Era un tiempo de brote en la literatura de Artemisa. Había muchos buenos. Creo que estos tiempos también lo son. La literatura artemiseña puede llegar a donde quiera. No menciono nombres por temor a dejar alguien fuera. Hay mucho talento literario en la provincia.

¿Qué se necesita para ser escritor?

Vivir. Eso es lo primero. Observar mucho. Observarlo todo. Que todo te interese. Se necesita ser un trabajador incansable, porque el oficio solo se alcanza con mucho trabajo. Del cielo no cae nada. Es el trabajo el que hace el camino. Aprender todos los días. Mantenerse imperturbable ante el criticismo y la sensatez. Ser sincero cuando se escribe. Tener coraje, (éste es un oficio a veces peligroso). Leer de todo bueno y malo. Lo malo hay que leerlo para saber lo que no se hace. Tener un buen cesto de basura (como decía Hemingway) para hacerse dueño de la palabra inconformidad y tirar bastantes cuartillas al cesto.

Un escritor que se respete es  bien inconforme. Sudar la letra, escribir y escribir. Después reescribir y tachar es el verdadero trabajo. Tener al menos cierta garantía material, sin esto se mutila la creación. Los grandes que escribieron a la luz de una vela y con hambre no me dicen nada. Si hubieran escrito con la despensa llena y sentados ante una  buena computadora hubiera muchos Leonardo da Vinci en el mundo. Tener presente siempre que la Literatura es un modo de vida, en el decir del peruano Mario Vargas Llosa: el mejor antídoto contra el infortunio.Y por último algo muy importante, tener oportunidad para difundir su obra. La suerte no existe.

¿Cuál cree que será su legado a la literatura de Artemisa?

En esta provincia hay muchos buenos escritores. No soy yo la que puede dejar un legado. Otros pueden dejarlo superior al mío. Soy muy pasional. He sido muy temperamental, muy franca. A veces no se puede ser tan franca, pero yo lo soy cuando escribo, cuando hablo, cuando trato con mis amigos. Ser mi amigo es un riesgo, porque a veces  a los amigos hay que decirles cosas que no quieren escuchar. A veces me arrepiento, pero, a estas alturas, eso es muy difícil de cambiar. No creo que el legado que yo deje sea tan importante. Creo que mi legado más grande es la franqueza.

¿Proyectos futuros?

Seguir escribiendo poesía. En este momento de mi vida necesito escribir poesía. Son tiempos difíciles y ya te dije que la poesía alivia. Quisiera volver a hacer los talleres con los jóvenes. Eso me enamora. A veces hablo por teléfono con los muchachos y dar un consejo me conforta. Uno siempre quiere hacer cosas. Es como un bichito que tienes dentro y te despierta  de cuando en vez para decirte cosas.

Quizás dentro de una semana me hagas la misma pregunta y te conteste que comencé una nueva novela. Para el que tiene esta maldición de no poder separarse de la literatura siempre hay algo que hacer. Esta ha sido mi perdición y mi pasión. Cuando uno está enamorado y perdido en este mundo de palabras haces lo que menos te imaginas. ¿Quién sabe si mañana despierto reescribiendo mis obras de teatro?

Muchos escritores se preocupan por la trascendencia de su obra en el futuro. ¿A usted cómo le gustaría que la recuerden cuando ya no esté?

Escribí un poema en el que digo: Como quisiera que fuera mi epitafio: Aquí yace una hormiga colmenera que le gustaba mirar estrellas. El tiempo cuando pase dirá la verdad. Quisiera que me recordaran sobre todo como la persona natural y franca que he sido en todo lo que he tratado de hacer en la vida. En el decir de Oscar Wilde, ese célebre novelista, poeta, crítico literario y autor teatral irlandés: ser natural es la más difícil de las poses. He pasado por esta vida sin artilugios ni lentejuelas ni fanfarreas, porque no me gusta eso para nada. Si alguien no lo cree así, yo sí me lo creo. Que recuerden a la amiga. A esa gente que se acercó en un momento determinado y pudo ayudarlos. Así, sencillamente.

***

Dejo la casa en altos y me recibe el parque de Guanajay, mítico, repleto de leyendas. Desde el balcón Marilú y Humberto, su esposo, me despiden amables. En la mochila van los libros autografiados y uno nuevo que me desvelará esta noche. Abordo el taxi y antes de que doble en la esquina vuelvo la vista para constatar que alguien observa desde la ventana. Elena Lucía Méndez no permitió que contemplara su rostro. Una parte de ella también se va conmigo. Sostengo satisfecho la grabadora y sonrío detrás del nasobuco. Daniel, el chofer, me extiende el frasco con el gel de manos que acepto consciente. Practico la rutina de la higienización y devuelvo el recipiente. La maldición me asalta. Saco de la mochila mi libreta de notas, en la que intento garabatear un poema. Un poema que me alivie en estos tiempos tan difíciles.  

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *