Creado en: julio 13, 2021 a las 04:29 pm.
El cine baila al compás del danzón
Luciano Castillo Rodríguez
Cuando Miguel Ramón Demetrio Faílde y Pérez, nació en la ciudad de Matanzas el 23 de diciembre de 1852, quién sabe si una institución pública había presentado, para sorpresa de los concurrentes, alguno de los disímiles aparatos que arribaran a la cercana capital de la Isla, mediante los cuales sucesivos inventores intentaban no solo el milagro de capturar la imagen, sino dotarla de movimiento. Reinaban en el Teatro Sauto las temporadas de numerosas compañías teatrales y operáticas para las que La Habana era una escala estratégica en sus giras por América. El conocido músico había puesto a bailar a los matanceros, ¡y de qué manera!, desde que en 1871 formó su propia banda con el nombre de «La orquesta de Miguel Faílde». Ocho años más tarde, estrenó en el Liceo de Matanzas un nuevo número al que tituló «Las alturas de Simpson». Al escucharlo era imposible resistir el impulso de buscar a la persona más próxima para formar una pareja y bailar con aquel ritmo contagioso que comenzaron a llamar danzón.
Quién sabe si él fue uno de los curiosos que el 8 de abril de 1899, al abrir el diario La Aurora del Yumurí, leyó en la segunda página la siguiente noticia:
«El único y genuino cinematógrafo Lumière, en la Isla de Cuba, por dos noches solamente se presentará en el Teatro Sauto el sábado ocho y domingo nueve de este mes de Abril. La función comenzará a las 8:30 P.M. Las puertas del Teatro se abrirán a las 8. Los boletines se expenderán en el despacho del Teatro de dos a cuatro de la tarde y una hora antes de la función cada día. El espectáculo durará tres horas.»
No es difícil imaginar a Miguel Faílde como uno de los espectadores que asistió al flamante coliseo, intrigado por aquel invento promovido en la prensa local desde que el 24 de enero de 1897 un francés, Gabriel Veyre, como emisario de sus inventores, realizara la primera proyección en un local aledaño al teatro habanero Tacón. Si allá el furor del público, avivado por el entusiasmo de los cronistas, creció una función tras otra, otro tanto sucedió en Matanzas, donde la magia del Arte Mudo ejerció idéntico efecto.
Sin haber cumplido aún los veinte años, Gonzalo Roig, entre 1908 y 1909, tuvo que ganarse la vida frente al piano en el cine-teatro Zazá, situado en San Isidro, entre Compostela y la calle de la Picota, posiblemente la primera sala que exhibió películas pornográficas en Cuba. Una década más tarde, en los años veinte cuando ya era un prestigioso compositor, Roig, al frente de una orquesta, acompañaba las proyecciones del teatro Campoamor. Allí recibió en los últimos meses de 1922 a un talentoso músico remediano, Alejandro García Caturla, recién llegado a la capital para estudiar Derecho. El jovencísimo intérprete demostró de inmediato la habilidad adquirida en el cine de su ciudad natal al hallar con seguridad en el teclado los acordes y temas adecuados para las acciones de las películas programadas en la sala de cine. Los veteranos músicos que le acogieron simpatizaron de inmediato con aquel muchacho que ya el 27 de diciembre colocó sobre el atril la partitura del danzón «Las tardes de Campoamor», dedicado a ellos.
Me atrevo a imaginar que al igual que Roig, Caturla y otros innumerables músicos, no solo en la oscuridad de las salas de la mayor de Las Antillas, Miguel Faílde y su orquesta se situaron en varias oportunidades frente a la pantalla ubicada delante del telón del Sauto con el fin de improvisar la música apropiada para las temblorosas imágenes. Por momentos, seguramente se sentó al piano, instrumento en el que se desenvolvía, como también el violín, el contrabajo, la viola y, sobre todo, el cornetín, y ejecutó alguna partitura en el teclado. Es probable que, tal como acostumbraban los músicos en los cines, adaptara cualquiera de sus danzones con el fin de romper el silencio en ciertas secuencias de bailes insertadas en la trama de no escasas películas, sobre todo las italianas, tan preferidas por el público de la época.
Con la irrupción del cine sonoro en Cuba a fines de los años treinta, y poco después de estrenarse el 19 de julio de 1937, La serpiente roja, el primer largometraje criollo con sonido, dirigido por Ernesto Caparrós, otro pionero de nuestra cinematografía realizó Sucedió en La Habana (1938), la primera película producida en el país con la música en un papel protagónico. El maestro Gonzalo Roig (1890-1970) instrumentó casi toda la música utilizada y dirigió la Orquesta Películas Cubanas (nombre adoptado para la ocasión por la Orquesta Sinfónica de La Habana). Como autor incorporó «Son caliente», en la voz incomparable de Rita Montaner; el pregón «El esponjero», ejecutado por Alberto Garrido, el punto cubano «Los dos gallos», junto a «Rumba abierta» y «Sangre africana», dos números afrocubanos de Gilberto Valdés; «Si me pudieras querer» compuesta por Bola de Nieve e interpretada por María de los Ángeles Santana y el trovador santiaguero Guyún. No faltaron en la selección musical: «Ojos de mar», de Félix B. Caignet; «El arroyo que murmura», guajira de la inspiración de Jorge Anckermann, la criolla bolero «Como arrullo de palmas», de Lecuona y «La bella cubana», la famosa habanera original del matancero José White, que servía como motivo principal y final de la película.
La nutrida banda sonora añadió «¿Qué es el danzón?», una especie de canción didáctica de Moisés Simmons para aprender a bailar correctamente ese ritmo. Sucedió en La Habana señala en la historia de nuestra cinematografía el primer largometraje en que se introduce por primera vez un título exponente del baile nacional cubano. Música, paisajes, romance, intriga, comicidad, tipicismo, bailes, mujeres, emoción… fueron las palabras mágicas escogidas para la campaña publicitaria. El primer ingrediente estaba suficientemente garantizado en Sucedió en La Habana, de la que apenas sobrevivieron unas pocas fotografías.
La presencia de la música tendió a incrementar una película tras otra: más de una decena de canciones distribuidas en menos de noventa minutos de duración. No pocos títulos llegaron a la proliferación extrema de la música más que las escenas dramáticas o humorísticas, meros pretextos para la inserción de números de los más diversos géneros.
Un año más tarde, el propósito de explotar ese filón comercial descubierto, condujo a los productores de la misma compañía Películas Cubanas, Sociedad Anónima, conocida con la sigla PECUSA, a financiar Estampas habaneras (1939), para la cual contrataron expresamente al cineasta catalán Jaime Salvador, pues Ramón Peón trabajaba en el más prolífico cine mexicano. El trovador Guyún vuelve a figurar en la nómina y, en especial, el célebre pianista, compositor y director de orquesta Antonio María Romeu (1876-1955), todo un lujo en la película, posiblemente la única en que apareciera el autor de «Rompiendo la rutina». Romeu, el mismo año que festejaba sus Bodas de Oro con la música, accedió a ejecutar ante la cámara una interpretación del famoso solo de piano de su danzón «Tres lindas cubanas» en Estampas habaneras. Suponemos que era uno de los preferidos en su profusa cosecha personal, que atesora un total de quinientos.
Casi al finalizar la década de los cuarenta, los compases del danzón reaparecen en otra producción fílmica, Oye esta canción (1947), dirigida por Raúl Medina, sobre un argumento original de la fecunda escritora radial Caridad Bravo Adams. La profesión del personaje principal, un compositor en crisis, que abandona a su esposa instigado por un amigo enamorado de ella, que triunfa como cantante, facilitaba el condimento musical. Las interpretaciones musicales correspondieron a Alicia Santos, la bailarina española Maruja de Haro, Delia Borges, Marta Rams y Tito Álvarez y el acompañamiento a las Orquestas Havana Casino y Almendra, el Trío Salazar Ramírez, el Conjunto de Pablo Cairo, así como los rumberos Alicia Santos y René y Antonio Matas.
El danzón titulado «Penicilina», compuesto por Abelardo Valdés, integra la decena de números musicales sazonadores de la trama de la única película criolla que en este decenio apela a este género. El resto incluye «Explícame por qué» y «Conformidad», de Tony Fargo, «Buscando una canción», «A mí qué me importa usted» y «La rumba tiene valor», originales de Pablo Cairo, la guaracha «Parece que va a llover» y el vals «Se abren las rosas para ti» de Antonio Matas, el bolero «Vencidos ya» de Salazar Ramírez, y la canción de Pedro Junco «Tus ojos». Se añadió el número español «Bulerías del Rocío». La música incidental de Oye esta canción fue compuesta por Leonardo Timor, director de la orquesta Havana Casino.
Raúl Medina no podía prescindir de la preponderancia de la música cubana, tan apreciada por el público dentro y fuera de nuestras costas, en Yo soy el hombre (1952). En esta oportunidad, asumió la dirección y colaboró en la adaptación del argumento original de Víctor Reyes Potts, en cuyo guion cinematográfico intervino el dramaturgo junto al editor Mario González. En esta comedia costumbrista, Ángel Bueno, un gallego cándido que hace honor a su nombre y es propietario de la bodega La gracia de Dios, está casado con una joven, quien se queja de su falta de atención por consagrarse solo a su negocio y acude a un amante. Una de las clientas de la bodega es una gallega de medio tiempo enamorada del dueño, que intenta hacerle ver la realidad: por muy ángel y muy bueno, sus doctrinas lo conducirán a la ruina.
Los personajes del gallego —con su «sobrín»—, la mulata sandunguera (Candita Quintana) y el negrito ocurrente (Mario Gali), sin olvidar la amiga chismosa y el «guapo» don Juan, las situaciones y los diálogos son demasiado deudores del teatro vernáculo en el que Víctor Reyes era un especialista. Como ocurría siempre en estas películas cubanas de la época, tarde o temprano los personajes van a parar a un bar o un centro nocturno, generalmente un cabaret, espacio para justificar la inclusión de números musicales, casi siempre unos tras otros. En Yo soy el hombre están más o menos esparcidos en el desarrollo argumental, que los justifica con las parrandas a las cuales el gallego es arrastrado para olvidar sus penas.
Estas actuaciones especiales correspondieron a Olga Guillot, que interpretó la canción «Señora» de Orestes Santos, acompañada por el autor y su orquesta, y Olga Chaviano seguida por las bailarinas llamadas Las Venus de bronce en «Juana Bacallao», uno de los seis números compuestos por Obdulio Morales. Como parte de sus funciones como director musical y arreglista de la película, Morales aportó un variado repertorio de su autoría, dentro del que aparece el número «Danzón», junto al mambo «La playa», una «Danza apache», a cargo de la pareja de bailes de Candita y Eddy, y «Sube espuma». Ñico Saquito y su conjunto asumieron su propia canción «El amante de mi esposa».
Resulta excepcional la producción fílmica del patio generada en la primera mitad del Siglo de Lumière —como lo bautizó el cineasta mexicano Arturo Ripstein—, en la cual el argumento no propicie escenas para la forzosa inclusión de espectáculos musicales por afamados solistas y agrupaciones, con cuerpo de baile incluido la mayoría de las ocasiones.
Cuba baila (1960) es el primer filme terminado por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, surgido con la propia Revolución a través de su primer ley en el ámbito cultural, y el primero realizado por Julio García Espinosa. Su estreno se pospuso hasta el 8 de abril de 1961 en las salas Arte y Cinema La Rampa, América, Los Ángeles y Ambassador, meses después de exhibirse Historias de la Revolución, dirigido por Tomás Gutiérrez Alea, el 30 de diciembre de 1960. Para reflejar los anhelos y desengaños de la pequeña burguesía cubana antes de 1959 a través de los conflictos de una madre deseosa de organizar la mejor fiesta de los quince años a su hija, la película de García Espinosa asigna un papel protagónico a la música, que seleccionó personalmente con el asesoramiento de Odilio Urfé. Los Jardines de la Tropical, donde acude el matrimonio protagónico, es el lugar propicio para insertar diversos números en sus bailables, aunque otros se escuchan, lo cual, a juicio del musicólogo, evidencian el profundo conocimiento del cineasta de nuestro sentido folklórico. Urfé escribió en las notas de presentación del disco de larga duración promovido por el ICAIC:
«Cuba baila es una película en la cual la música determina la temática central del argumento, y no una obra fílmica en que la música fuera un medio más, dentro de una trama humana y social. […]Con la excepción de «Conga del Senador», debida a la inspiración fácil y criolla de Ignacio Piñeiro, ajustándose a una escena que la requería, son obras conocidas las que manejamos a lo largo del trabajo musical. La guaracha «Cochero, pare, cochero», del sonero cienfueguero Marcelino Guerra; la chispeante guaracha «Dónde va María» de Jesús Guerra, y el inmortal danzón «Tres lindas cubanas», de Antonio María Romeu, han tenido un tratamiento interpretativo por la Orquesta Folklórica, en versiones libres, que pone muy alto la calidad individual de cada uno de sus dieciocho instrumentistas y el poderoso ensamble de conjunto, tanto rítmico como dinámico. Esta orquesta está constituida por el mejor ejecutante e intérprete de la tradición en la música popular cubana, en su instrumento respectivo. Las tres composiciones referidas, fueron ejecutadas —ante el asombro de los técnicos de grabación— sin partituras, cumpliendo las indicaciones orales y por medio de gestos del autor de esta nota, en calidad de director».
Treinta años más tarde, La bella del Alhambra (1989), para recrear la ascensión, esplendor y caída de una corista del famoso teatro para hombres solos de la esquina de Consulado y Virtudes, Enrique Pineda Barnet, llamó a los hermanos Mario y Gonzalo Romeu quienes consiguieron configurar una de las selecciones musicales de mayor riqueza genérica, rítmica y autoral en la historia del cine cubano. Ellos no solo escogieron números representativos de cada época vivida por Amalia Sorg, nombre verdadero de la artista convertida en Rachel por obra y gracia del escritor Miguel Barnet en su libro testimonial. Su labor abarcó los arreglos, orquestaciones y remodelaciones de temas seleccionados del repertorio de la compañía de Regino López, varios concebidos por el dueto Jorge Anckermann-Federico Villoch, y la composición de la música original a cargo de Mario. Entre los treinta números era ineludible apelar al danzón y acuden a «La Mora», de Eliseo Grenet, en arreglo de Guillermo Rubalcava, interpretado por su Charanga típica, dirigida por él mismo.
Con destino a otra secuencia optaron por «Cabo de guardia», fragmento de un danzón compuesto por Octavio, Tata, Alfonso, original de Juan Francisco, Tata, Pereira en arreglo y orquestación, en versión de guaracha, de Gonzalo Roig, que la actriz Beatriz Valdés hace suyo en su personificación de Rachel, que sorprendió a más de un escéptico sobre su talento para las exigencias del género musical. El premio Coral a la mejor música en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano que coronó las composiciones de Mario Romeu, resulta insuficiente para la contribución junto a su hermano Gonzalo en el resultado final de la que devino un clásico de nuestro cine.
Desde los tiempos fundacionales del nuevo cine cubano producido por el ICAIC, el danzón aparece una y otra vez. Por supuesto que, al ser realizado en Matanzas, Al compás de Cuba (1960), del cineasta italiano Mario Gallo —si bien cuenta en la banda sonora con música del italiano Egisto Macchi—, registra en el contexto de imágenes y sonidos en la «Patria del danzón», su preeminencia sin excluir la rumba y el bembé. La narración recorre los ritmos y ritos de las raíces de los bailes nacionales.
En 1974, nuestro cine documental se enriqueció con una verdadera joyita: El arte del tabaco. Tomás Gutiérrez Alea, con la complicidad del fotógrafo Mario García Joya, es el autor de una sinfonía de manos de tabaqueros en las diversas fases de esa faena artesanal que dura exactamente el tiempo del danzón «Liceo del Pilar», de Rodrigo Prats. Las hermosas litografías que adornan los envases de marcas afamadas en todo el mundo son acordes en la partitura; no se precisa nada más, solo las diestras manos, surcadas de arrugas por la impronta de los años, que tornan posible el milagroso producto final.
Uno de los aportes más estimables a la filmografía danzonera corresponde al experimentado documentalista Oscar Luis Valdés (1919-1990), quien consagrara obras a prominentes figuras de la música: Rita Montaner, María Teresa Vera, Arcaño y sus maravillas… El danzón (1979) es justamente el título en el cual sintetiza en poco más de treinta minutos la evolución histórica y musical del baile popular cubano creado por Faílde, quien acumuló la cifra nada desdeñable de 144 danzones. Reúne entrevistas concedidas por Odilio Urfé, que se detiene en «El bombín de Barreto», entre otros temas, Leo Brouwer que habla de especificidades del género musical y su difusión internacional, y el veterano historiador Eduardo Robreño, quien aporta el dato de que el teatro Alhambra presentaba tres tandas diarias y cinco los domingos y la orquesta interpretaba un danzón antes de empezar cada función. El documental incorpora una estilizada interpretación de un danzón de Rodrigo Prats por una pareja de bailarines del Ballet Nacional de Cuba en una coreografía de Gustavo Herrera, así como «Cien años de juventud» por el grupo Irakere y de «Fefita», por Juan Pablo Torres en el set del afamado programa televisivo «Para bailar».
Y como cierre de esta toma panorámica en torno a la presencia de la antológica creación de Miguel Faílde en la cinematografía cubana, recordemos cómo a uno de los compositores que más colaboró con ella, Sergio Vitier (1948-2016), al ser llamado por Manuel Herrera para componer la música de su largometraje documental Girón (1972), se le ocurrió para acompañar la secuencia final de la victoria frente a la agresión mercenaria una brillante solución. En lugar de la socorrida concepción de un tema lírico-épico, acudió nada menos que a la sonoridad de un criollísimo danzón, interpretado por el mítico Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, que funciona con efectividad. La historia tiene sus inexplicables coincidencias, Vitier lo compuso en el transcurso de 1971, exactamente a medio siglo de la muerte de Faílde, a cien años de conformar su orquesta, ocho años antes de que «Las alturas de Simpson», marcara un antes y un después en la historia de la música cubana.