Creado en: octubre 31, 2021 a las 09:50 am.

De nuestro pasado: historia de un dinamitazo frustrado

Imagen de Cuba durante la República Neocolonial./Tomada de Cubadebate

El escenario, Cuba, 1932.  Y… ¿qué pasaba entonces?

Catastrófico ras de mar en Santa Cruz del Sur y terremoto en Santiago, con magnitud de 6,7 grados.

Construido el vedadense minirrascacielos López Serrano, en el estilo Art Déco. También se edifica el puente de La Lisa.

Kid Chocolate conquista, en el Madison Square Garden, el título de los pesos plumas.

Una emisora neoyorquina muestra la primera caricatura transmitida por televisión. Representa a Chaplin y el autor es el cubano Conrado Massaguer.

Un concurso, en el Teatro Payret, galardona a Frank Emilio y las hermanas Lago. El premio consiste en… una semana de contrato.

Debut de las Anacaonas, en el Payret.

Y, de “la situación”, ¿qué?

Continúa la aguda crisis económica, con los precios del azúcar por el suelo. La libra se vende a medio centavo.

Podrá parecer un dato irrelevante, pero sépase que la cerveza producida es el 32 por ciento que la de cinco años atrás.

El país está que arde, inmerso en el baño de sangre machadista. Sí, provocado por Gerardo Machado (1871 – 1939).

Cuando aspiraba a la presidencia, promete que Cuba sería la Suiza del Caribe. Pero pronto comienzan a observarse signos nada helvéticos: un decreto libra a los militares de  comparecer ante los tribunales civiles; desalojo de numerosas familias campesinas en Realengo 18;  “limpieza de los pobres”, que barre de las calles a los indigentes; hallazgo en el vientre de un tiburón del brazo derecho de Claudio Brouzon, obrero recién arrestado por la policía.

Mientras, los jóvenes Eduardo Chibás y Carlos Prío van a juicio, acusados de sabotaje. Actúa como taquígrafo del tribunal un sargento llamado Batista.

Al régimen tiránico no le bastaba con asesinar a sus opositores políticos, lo cual ya era una infamia incalificable. No, su proceder llegaba a la más proterva sevicia. Como hacer que pasen hambre, por el impago de sus pensiones, desde las viudas de los policías hasta los maestros retirados y los veteranos independentistas. O dejar que, en el habanero Reparto Los Pinos,  se consumiese en la inopia Amelia, la amadísima hermana de El Apóstol, de El Homagno. O permitir, en el Gobierno Provincial de Camagüey, la inscripción del Ku Klux Klan, como entidad legal.

Así las cosas, un buen día cierto grupo de jóvenes, integrantes de la resistencia armada, impregnados de indignación hasta los epiplones, deciden adoptar una decisión drástica.

Uno de ellos susurra: “Que sea Vázquez Bello”.

Y aquellas palabras retumban como una inapelable sentencia  de muerte.

¿El condenado?

El villaclareño Clemente Vázquez Bello (1887 – 1932), durante el régimen de Machado, presidió el Senado, mientras encabezaba el partido gubernamental.

Si se me permite el giro coloquial, dígase que era “el niño lindo” del sátrapa. Y se daba por seguro que lo sustituiría en el mando ejecutivo.

Vivía, con su acaudalada esposa, Regina Truffin, precisamente en la Villa Truffin. (Lote donde pocos años después se instalaría el primitivo cabaret Tropicana, por cierto, originalmente de palo).

Era un bon vivant. O, para hablar en castizo, un vivebién.

En la tarde del 28 de septiembre de 1932, salía Vázquez en su limusina del exclusivista Havana Yatch Club, pero se le interpuso una cortina de plomo, originada por las ráfagas de varias ametralladoras.

Trasladado al Hospital Militar de Columbia, nada pudo hacerse, pues –según se dice–  había sido blanco de 54 impactos.

La tiranía ripostó masacrando a los tres hermanos Freyre de Andrade, oposicionistas.

Pero era este solo el primer acto de la obra –nada teatral—concebida por los combatientes antimachadistas. Ellos esperaban que Vázquez fuese inhumado en el panteón de los Truffin, en el Cementerio de Colón. (Bajo cuyos mármoles esperaban 200 libras de dinamita, con lo cual no harían el cuento Machado, ni su gabinete, ni el cuerpo diplomático acreditado en La Habana, ni los representantes de la Iglesia, además de algunos infelices sepultureros y transeúntes).

Pero todo se vino abajo, cuando la familia del difunto decidió enterrarlo en su Santa Clara natal.

Machado no osó ir hacia el centro de la Isla, no fuese a ser que allá también lo estuviesen esperando algunos cartuchos del producto inventado por Nobel.

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