Creado en: abril 23, 2024 a las 08:51 am.
Bladimir González: Un artista secuestrado por sus personajes
Bladimir González Linares es un hombre pequeño de estatura. Sin embargo, cuando habla ocupa todo el lugar en el que se encuentra, atrapa la atención y uno lo siente cálido, como un familiar cercano. Llego hasta este artista de la plástica lleno de confusiones e interrogantes. Llego ignorante de la sorpresa que me espera porque hablaremos tanto de imágenes como de libros. Ante mi asombro se abre un expediente enjundioso, una obra vinculada a grandes nombres de la literatura cubana y universal. Me arrellano en el asiento y lanzo la primera pregunta.
― ¿Cómo llega un muchacho de Güira de Melena a las artes plásticas?
―No nací en Güira de Melena sino en Alquízar. Al año de nacido mi familia vino para este pueblo. Desde muy pequeño siempre me interesaron las artes plásticas, me ponía a hacer dibujos en las libretas de la escuela y decía que eran un museo. Mis padres me conectaron con el museo de Bellas Artes y llegué a ser un visitante asiduo de esa institución.
Pero mis padres tenían otras ideas. Querían que yo estudiara medicina y solo concebían la pintura como una afición. Yo, como es lógico, no me atrevía a ir en contra de su voluntad. Pero, en el año 1968, me hicieron el favor de llamarme al servicio militar. Cuando salí de cumplir con el servicio, se hizo una convocatoria de matrícula a la academia San Alejandro y matriculé. Pensé que en mi casa eso sería una mala noticia y cuando para mi sorpresa se volvieron locos de alegría. En San Alejandro estudié hasta 1970 y me gradué de pintura. Luego pasé un curso de superación en la Escuela Nacional de Arte.
Por aquella época un compañero entrañable era el director del Departamento de Diseño de la Editorial Gente Nueva y me propuso incorporarme a aquel colectivo. Hablo de Enrique Martínez Blanco, uno de los grandes maestros cubanos del diseño y la ilustración. Comencé a trabajar en Gente Nueva en el año 1973.
Ya en el año 2000 me sentía agotado. Imagina que continuaba residiendo en Güira de Melena. Por aquella época era muy difícil viajar desde la Habana hasta allá. Por esa razón me trasladé a trabajar en Lamparucha, la actual Escuela Provincial de Arte Eduardo Abela Villareal, primero como profesor de dibujo y luego de ilustración. En aquel tiempo en esa institución solo se impartían artes visuales. Cuando se realizó el cambio de propósito de la escuela me mantuve trabajando con algunas editoriales como Gente Nueva, Arte y literatura, Pueblo y educación y Unión. Luego vine a trabajar a mi tierra güireña. Hoy me desempeño como conservador en el museo municipal Juan Manuel Sánchez.
― A algunos artistas no les gusta que los encasillen en especialidades. ¿Se considera, usted, ilustrador?
―Es difícil de contestar esa pregunta. Siempre la pintura que hice era una ilustración. Cuando trabajaba e la editorial Gente Nueva la observación que me hacían era que mis ilustraciones parecían pinturas.
Tuve la suerte de ilustrar casi quinientos títulos. Uno de los que me trajo muchas satisfacciones fue Sakuntala, de un escritor indio de nombre Kalidasa que significa esclavo de Kali. Aquello me trajo un aluvión de reconocimientos. Entre ellos mi incorporación a la lista de honor de la Organización Internacional del Libro Juvenil (IBBY). Tuve el gustazo de ilustrar Negrita, de Onelio Jorge Cardoso y de ser amigo del cuentero mayor. De Mario Rodríguez Alemán ilustré Los nibelungos.
Siempre disfrutraba más los libros de la literatura universal como La Ilíada o La Odisea, de Homero. También hice el Ramayana, de Valmiki. La lista es larga.
― Algunas personas consideran que la ilustración es un arte menor dentro de las artes plásticas o visuales. ¿Qué le parece ese criterio?
―Esa es una gran verdad que muchos piensan así, pero creo que es un error. El artista que ilustra no tiene que ver tanto con la plástica como con la cinematografía. Se trata de un artista que se enfrenta a una obra que se pierde.
Te puedo poner un ejemplo: Uno de los libros que yo ilustré para la colección Por los caminos de la Edad de Oro, de Gente Nueva, fue Romeo y Julieta. Reducir la historia que cuenta Shakespeare en su obra a las ilustraciones fue un trabajo complicado. Un tremendo esfuerzo. Había que mostrar la esencia del libro. Imagina el duelo de Romeo con Teobaldo. Ese momento en el que Romeo mata a Teobaldo y este comienza a comprender que está muriendo… Reflejar esas emociones es complejo y a la vez muy grato. Por eso digo que se trata de una especialidad casi cinematográfica, hay que captar esencias.
Por otro lado, el ilustrador se compromete más que el pintor. Muchas veces el pintor hace algo expresivo, intenso. El ilustrador no, porque se dirige a la persona que abre el libro. Puedes estilizar y hacer la obra expresiva pero siempre estás inscrito en el libro, hay una dependencia.
― ¿El libro digital implica un cambio en la manera de trabajar de los ilustradores?
―Durante mucho tiempo el libro se ilustraba a mano. Por ejemplo, estaban Las muy ricas horas del Duque de Berry, ilustadas por los hermanos Herman, Paul y Johan Limbourg. En realidad esta obra se recuerda más por los ilustradores que por el escritor. Ese era el libro manuscrito, era la vertiente más importante de la Edad Media. Luego Johannes Gutemberg se apareció con la imprenta y la tecnología desplazó a la obra hecha a mano. No hay nada que discutir. El libro realizado digitalmente representa el avance, el futuro, es el libro que se publica. En la actualidad el libro físico está siendo desplazado por el libro digital. Pero, al igual que nos acordamos de los hermanos Limbourg habrá personas que recuerden ese trabajo del ilustrador esforzado y entregado. En Cuba habrá que recordar a Manuel Tomás Gonzales Daza, a Rosa Salgado, al mismo Enrique Martínez Blanco…
― ¿Son esos sus referentes en la ilustración?
―No solo tengo referentes en la plástica sino también en la literatura. Uno de mis referentes es Renée Méndez Capote. Pinto cuadros, pero me sigue gustando la ilustración por encima de todo. Cuando mis padres me llevaban a Bellas Artes, siendo un niño al que tenían que cargar para ver las obras, vi por primera vez un Goya. Yo quería comérmelo. No sabía qué iba a hacer ante aquella obra que era plástica, pero a la vez era diseño, era ilustración, era de todo y eso me daba vueltas alrededor. Así me ha pasado siempre con los personajes de los libros que ilustré. Era mi forma de trabajar. Los personajes y la realidad creada estaban a mi alrededor e interactuaban conmigo. Es algo fabuloso. Cuando ilustre Ivanhoe, de Sir Walter Scott, no solo vivía con los personajes sino que los disfrutaba muchísimo y en buena medida me incluía en esas creaciones.
A sus 77 años Bladimir González Linares, un hombre que cuenta con la Distinción por la Cultura Nacional, anda todavía en un estado de encantamiento. Ahora sé que no es casual. Vive acompañado, si se quiere secuestrado, por los personajes a los que puso rostro a lo largo de su carrera. Con él me convenzo de que la ilustración no es una especialidad menor, aunque puedan existir artistas menores que se dediquen a ella en la actualidad. Pero la ilustración está plagada de nombres dignos de reconocer, de artistas con historia, talento y hasta su virtuosismo. Entre esas personalidades destacadas de la plástica cubana está este guajiro de Güira de Melena. Si al conocerlo me llamó la atención que su nombre se escriba con B y no con V como es habitual, ya entiendo la razón: En Bladimir, como en su obra, el nombre es lo de menos. Importan las esencias.