Creado en: agosto 14, 2024 a las 08:03 am.

Las huellas de Antón Arrufat

Por Cira Romero

A 89 años de su nacimiento hoy 14 de agosto, la obra literaria del autor de Los siete contra Tebas  sigue estando presente sobre todo entre los más jóvenes, sin dudas sus mejores y más files lectores, entre otras razones porque ha sido leal a sí mismo, vale decir a la palabra escrita, y también a la oral, a la suya, que mucho dio que hablar en esta Habana tan querida y caminada por él. La calidad de sus visiones literarias no puede ni extrañar ni sorprender. Colocado en la ruta desde su primer poemario, En claro (1962), trazó un laberinto de realidades literarias donde contemplar el entorno se convirtió en una de las sustancias más definitorias de su acto creativo. Su obra constituye un gran puente. No es ni simbólica ni alegórica, sino que integra una conjunción transitiva que admite nociones paralelas como las representaciones, observadas por mí no en la oposición sino en la síntesis y trascendencia, expresiones de lo indecible y reticencia de lo indecible. A diferencia del instinto lezamiano, Antón practicó su propio ritual ante el acto creador, más directo y descarnado que el ejercido por el autor de Paradiso. Siempre se proyectó como sujeto duro y negado a obedecer, en lucha afanosa (y fructuosa) con su propia memoria, buscando siempre la dimensión de un trance especial de unión de espejo y laberinto, mientras indagó en el simulacro, atendido (y entendido) por él mediante un juego practicado a modo de escenario forjador de una visión racional, deconstructiva acaso,   de la memoria misma.

Quizás desde su juventud fue consciente de la crisis de la retórica y se alejó de su discurso culpable, volcándose siempre, en calidad de apertura y de modo esplendente, a la naturalidad distinta de su tiempo, rindiendo culto a las formas convencionales establecidas por nuestro idioma para la poesía —sonetos, por ejemplo—, pero en ocasiones negado a la tradición, dejándose llevar por la fluencia verbal de las construcciones libres, sin que la fruición desgaste sus estrofas, en una búsqueda personal y de contraste, percibiendo la negación del tiempo transcurrido, verificando su propia sustancia y persuadido de que el disfraz es, acaso, una de las mejores virtudes de su obra.

Siempre equidistante de sí mismo y de los otros, homogéneo y, a la vez, heterogéneo, su imagen artística se detenta desde el presente puntual y transcurrió por lo pasado asido al silencio o al futuro como devenir. En ese mítico paisaje de soñador despierto se comprobaron sus amorosas vueltas y revueltas, el principio y el fin de los caminos recorridos. Sin enmascaramientos transitó de un género a otro dejando rastros culpables organizados en una compleja creación cuyo resultado es revelación y dimensiones confesionales atrapadas en temáticas convergentes y, a la vez, divergentes. Fue, es, un perfecto y fiel creador de circunstancias, un escritor en el cual se cumplió aquello de que «cuando arden de boca en boca sus historias, sin que nadie pueda decir nunca quién las hizo, no dónde» es cuando se completa aquello de «sí, sin dudas, un gran escritor». Una voz, su voz, expresada en diferentes modalidades de los mal llamados géneros literarios, violados por él con la tranquilidad pasmosa de quien sabe lo que hace porque no creyó en ellos, y preñarlos de límites que nunca se erigen en absolutos, mientras sus páginas se recorren como una mediación entre la vía y el centro.

¿A dónde nos conducen sus creaciones? A un paradero distante y cercano, que apunta al corazón mismo de una expresión nada libresca, elaborada —bien elaborada, diría mejor— con un admirable equilibrio, con un sentido de lo clásico intrínseco dispuesto para todos los lectores. Sus libros enfrentan y recuperan el orden total de las cosas, «de las pequeñas cosas», en medio de un mundo, el suyo, aparentemente desordenado u ordenado  con malicia como encrucijadas perdidas en el tiempo.

 Siempre repetía: «Huye de todo juego perfecto: no es divertido ni estimulante. Aspira a la perfección, pero no la alcances nunca. La perfección es el final o la muerte de cualquier asunto, problema o cosa». Sin embargo creo que la alcanzó si no en toda su obra, al menos en libros como el de prosa  Las pequeñas cosas (1988), que luego tituló De las pequeñas cosas (1997), el testimonio Virgilio Piñera entre él y yo (1994), el poemario Lirio sobre un fondo de espadas (1995), su novela La noche del Aguafiesta (2000) y el ensayo Las máscaras de Talía, Para una lectura de la Avellaneda (2014). Pero si me preguntaran cuál es su mejor libro, sin titubear diría: Vías de extinción, publicado también ese mismo año, y que obtuvo el Premio Nicolás Guillén de poesía. Fue su sexto y último libro en este género. Espléndido en sus noventa y cuatro  páginas bien concentradas, escribió desde el hoy y acaso solo podemos intuir si está hablando en broma o en serio, si lo que dice es real o inventado, si se está refiriendo a sí mismo o a los demás o si, simplemente, se está burlando de la burla, pero muy en serio.

Los poemas de Vías de extinción, título significativo, si los hay, escritos a lo largo de los años, y acaso alguno publicado, «suenan» como adoquines en la bruma del tiempo, finito para un autor que ya había arribado a los ochenta años. El  libro posee un candor sospechosamente insólito y poderoso, carente de artificios, ya lírico, ya irónico, y desemboca en una retórica de quien reniega de semejante estado. Tampoco es texto desesperado, pero sí  de una retórica de quien reniega de semejante estado. Tampoco es texto desesperado, pero sí de generosa audacia a veces experimental, preñado  de un estilo afilado, aunque también se hace blanco, si no explícita, sí explícitamente, de sarcasmos. Su propuesta resulta inteligente y socarrona a la vez, de lo cual es muestra «Arte de ver su cercanía», poema magistral y evocador de la vejes en carne y en espíritu:

Amigo, ¿cuál es tu porvenir?

Lo sabes, lo sabes.

Las piernas estiradas,

La luz sabia fluyendo.

He aquí otro signo,

nueva marea en el camino:

su aspecto es una delación,

algo que no puede ignorar.

¿O se trata de un consuelo ignorarlo?

Tener una caja negra en la cabeza

como un avión perdido en el mar.

La desesperación pausada se ha convertido aquí en generosa audacia y acaso a los recuerdos, más vagos que nítidos, se suman estrofas reflexivas, conversaciones del autor consigo mismo, sin restarle alusiones al presente y a un pasado que habrá de ser, supongo, el infierno. Así el lector podrá descubrir el amor, la muerte, la enfermedad del alma, más triste que la del cuerpo, desplazadas entre insoslayables casualidades.

Vías de extinción no es, como dijo el autor en su momento, «un libro de la vejez». Es un libro del presente que permite al sujeto aceptarse  en la costumbre y lo libera, posiblemente, de fantasías de futuro que lo dispensarían: la fijeza, negar la apertura temporal, buscarse en un cesar de huidas, reconocer el tránsito de la vida en lo que no se mueve.

«Cada quien escoge una ilusión para sobrevivir en cualquier sociedad. Yo escogí la literatura», expresó en una oportunidad Antón Arrufat. Así fue. Le entregó a la palabra escrita lo mejor de su ser y fue envejeciendo despaciosamente, manteniendo la frescura de sus mejores años. A sus ochenta y nueva cumpleaños siga viviendo eternamente joven. En un año celebraremos sus noventa. 

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