Creado en: enero 16, 2022 a las 10:02 am.
Chinos en Cuba
“El resto del largo camino empieza con el primer paso”.
(Proverbio chino)
Esta historia comenzó cuando el Gran Almirante, allá en el remoto 1492, toca tierra en un grato punto del litoral norteño cubano: Bariay.
Y allí, emocionado, dictamina que es “la tierra más hermosa que ojos humanos vieron”.
Saca los que llamaban instrumentos de marear, consulta a las estrellas, y determina que se halla a 42 grados de latitud norte.
Si eso hubiese sido cierto, Cuba estaría nada menos que por encima de Nueva York, a la altura de Boston. (Peccata minuta del marino genovés quien, decididamente, no era un geógrafo).
En su segundo viaje a las Américas (1494) Cristóbal Colón, nuevamente un geógrafo frustrado, obliga a la marinería durante el trayecto por la costa sureña a jurar que Cuba es tierra firme. Quien tal no declare, recibirá como pena la amputación de la lengua. El piloto vasco Juan de la Cosa –quien cruzaría el Atlántico once veces– sonríe, accede y deja para después su mapa trascendental, donde Cuba exhibirá su verdadero perfil insular.
La metrópoli española se olvidará de Cuba durante casi dos décadas, sólo con el breve paréntesis del bojeo que efectúa el gallego Nicolás de Ocampo (1508), cuando se prueba oficialmente el carácter de isla. Durante ese tiempo, el centro de la Conquista se focalizaría en La Hispaniola, hoy Haití y República Dominicana.
Al fin (1511) El Conquistador, Diego Velázquez de Cuéllar, con trescientos guerreros cruza el Paso de los Vientos y desembarca en Cuba, bajo las banderas de los Muy Católicos Reyes de Castilla y Aragón. Muchos de los guerreros han salido de las cárceles, y algunos se contarían entre los conquistadores de México y Centroamérica.
Pero éste es sólo el principio de la historia, pues aún faltaban más de tres siglos y medio para que los chinos apareciesen en Cuba.
Tremendo matrimonio
Hoy, ingenuamente, hablamos de la globalización como de un fenómeno estrictamente contemporáneo, y no en su calidad de proceso con larga data.
Tan lejos en el tiempo como el Año del Señor de 1496, ocurre un hecho que contribuiría decididamente a la compactación de las culturas humanas.
Celebran esponsales quienes serían recordados como Felipe el Hermoso y Juana la Loca, respectivos descendientes del aubsburgo Maximiliano I y de los Reyes Católicos.
Con la llegada al trono de Carlos I de España y V de Alemania –hijo de El Hermoso y La Loca– se estrena un imperio del cual se dijo, con todo el rigor de la ciencia geográfica, que en sus posesiones nunca se ponía el sol. El mundo, a no dudar, va tornándose pequeño.
El ombligo de aquellas vastas posesiones iba a ser San Cristóbal de La Habana.
Con razón, a la cultura que aquí se generó, la compararon con el ajiaco, plato tradicional donde confluyen los más disímiles ingredientes.
Así, en el primer punto defensivo que tuvo la capital cubana, el Castillo de la Real Fuerza, los artilleros eran alemanes de ojos azules, mientras tocaba el tambor de guerra un negrísimo bozal, vale decir, un africano que no hablaba español.
Con la instauración del sistema de las Flotas, los buques cruzaban juntos el Atlántico para hacer frente a corsarios y piratas, y La Habana se convierte en el centro de gravedad del colosal imperio.
La privilegiada posición geográfica de San Cristóbal haría que por ella lo mismo transitasen metales preciosos de México y del Perú, que mercaderías de Filipinas, reembarcadas en Yucatán.
Con razón se llamó a La Habana con nombres como “Antemural de Indias”, “Llave del Nueve Mundo”, “Margarita de los Mares”.
Pero aún faltaban componentes en el ajiaco cubano.
Génesis a la cubana
En el primer libro de la Biblia, se relatan los mismísimos comienzos de este mundo, con la separación de tierras y de aguas, de tinieblas y de luz.
Pero, en el caso específico de Cuba, habría que declamar algo así como “Al principio fue la caña…”.
Un poeta mexicano dijo “Patria, tu superficie es el maíz”. En Cuba, sería otra gramínea la destinada a delinear el rostro nacional.
A finales de los 1700, en la vecina Haití estalla la revolución. Miles y miles de fugitivos cruzan el Paso de los Vientos. (De nuevo, el estrecho toma protagonismo histórico).
En Cuba, revolucionarán la agricultura y van a extender el cultivo del café. Y –según la opinión de gentes muy enteradas– hasta trasladan a la Antilla Mayor nuevas modalidades de amarse, incluido el sexo oral.
Se ha sumado otro ingrediente al ajiaco cubano. No obstante, la principal repercusión vendrá porque Cuba, con la catástrofe haitiana, por sustitución estaría llamada a convertirse en la azucarera del planeta Tierra.
En su dulce intimidad la caña de azúcar (Saccharum officinalis), estableciendo maridaje con el sol, elabora el carbohidrato. Pero se necesita quién la corte, la traslade, y, en el ingenio azucarero, se ocupe desde las calderas hasta el embalaje.
El azúcar, con su economía de plantación, iba a delinear el perfil cubano. Se requieren brazos y ya España –antes de que Colón llegase al Nuevo Mundo– sabe del trabajo esclavo de hombres nacidos en África.
Desde que la cotización azucarera se dispara en flecha, Cuba comienza a teñirse de negro. Expediciones cazadoras de hombres merodearán por el enorme arco costero que va de Senegal a Mozambique.
Así, llegarán a la Antilla Mayor el fino yorubá, el animista bantú, el levantisco carabalí. Sus brazos serán imprescindibles lo mismo en el cañaveral que en la fábrica azucarera.
Y todo marchó a pedir de boca, por un tiempo, para los amos esclavistas. Hasta que en el camino de la sacarocracia se atravesó nada menos que alguien a quien los hispanos llamaban “la pérfida Albión”.
Llegaron los chinos
A partir de 1820, a España no le queda más remedio que decretar abolida la trata negrera, bajo la presión inglesa.
En Cuba, la sacarocracia ha sido golpeada por Gran Bretaña en donde más le duele: el bolsillo. Claro, aplicarán aquello de “la ley se acata, pero no se cumple”.
Mas los británicos, con su patrullaje, hacen cada vez más difícil el viaje trasatlántico con mercancía humana, ahora clandestino. Las “piezas de ébano” o “sacos de carbón” –como llamaban a los africanos—se encarecen.
Pero los señores del dulce reaccionan.
Hasta hoy cierta calle habanera se nombra con el apellido Zulueta. Julián Zulueta, un magnate experto en la cacería de negros, en los 1840 le recuerda al gobierno que China cuenta con muchos millones de habitantes.
La sacarocracia ha vuelto la vista hacia el Oriente.
El 3 de junio de 1847 navega frente a las fortalezas de El Morro y La Punta, en la boca de la rada habanera, el primero de los que serían conocidos en Asia como “los barcos del Diablo”. Es la fragata española Oquendo, que ha embarcado 225 culíes en el puerto chino de Amoy. Trece asiáticos mueren en la travesía.
En el período 1847-73 llegan a Cuba 338 buques –sin incluir posibles arribadas clandestinas–, que desembarcan alrededor de 150 mil culíes.
Provenían de distintos puertos, pero principalmente de Macao, protectorado portugués. Por razones de evidente cercanía geográfica, la inmigración era en su mayor parte cantonesa.
Hubo diversos modos de enrolamiento. Unos vienen engañados por promesas de vida paradisíaca. Otros han sido raptados por piratas en el delta del Cantón. Pero tampoco faltaron los taipings, presos políticos que los mandarines llevan directamente de la mazmorra al muelle. (No en vano aún se escucha en Cuba la frase irónica “Voluntario… como el chino”).
La travesía es una pesadilla. En los “barcos del Diablo” el culí dispone de menos superficie que la asignada al africano en un buque negrero. Y el trayecto China-Cuba casi duplica el de África-Cuba. No es de extrañar que las bajas durante la navegación alcanzasen cifras espeluznantes.
Vienen en condición de semiesclavos: se les puede traspasar de un empleador a otro sin tener en cuenta su voluntad. Mueren como moscas, pues se les cuida mucho menos que a los africanos. (“Se cuida más al caballo propio que al prestado”). Los exprimen antes de que concluya el contrato de ocho años. ¿Será casual que el 8, en la charada chino-cubana, se represente con la alegoría “muerto”?
Los chinos son la gran esperanza de la sacarocracia. Por una parte los amos –siempre temerosos de que se repita en Cuba la degollina haitiana—ven en los asiáticos un modo de frenar la preponderante presencia poblacional del negro. Los años 40 han venido presenciando repetidas sublevaciones de esclavos.
Además, el esclavista tiene una ingenua imagen del “chino sumiso”. La vida lo desmentiría. El culí no acepta el castigo físico que se le infligía al africano, y lo mismo machetea al mayoral que incendia la plantación. Uno de cada cinco opta por el cimarronaje, o sea, se convierte en esclavo fugitivo. Entonces surge una nueva leyenda: la imagen contraria: el “chino traicionero y sanguinario”.
La rebeldía del chino se iba a evidenciar en las filas de los insurrectos que pelearon contra España. Hoy se lee en la tarja de un monumento habanero: “No hubo chino cobarde. No hubo chino desertor”.
Algo deja atónitos por igual a españoles, cubanos y africanos: el olímpico desprecio del chino por su propia vida.
En el período 1850-60 Cuba exhibe el más alto índice de suicidios del mundo. La presencia de los chinos –convencidos de que resucitarían en su país– lo explica.
Nace el Barrio Chino
Cuando el culí reúne, a sangre y fuego, los pesos que lo liberan de su contrato, sin pensarlo dos veces hay que darle la manumisión. De lo contrario, el amo perderá definitivamente lo invertido, pues el chino, con toda dignidad y ataviado con sus mejores ropas, va a ahorcarse del árbol más próximo.
Así, van liberándose de sus contratos esclavizadores. Pero constituyen un estrato social despreciado. Aún hoy, la forma más despectiva en que un hombre termina su relación amorosa consiste en decirle a la mujer: “Búscate un chino que te alquile un cuarto”.
Se repliegan como una ostra, y si algo se les pregunta responden con un “Chinito no sabe ná”. Por eso, necesitan de una comunidad que los abrigue.
Seres descapitalizados, los culíes manumisos optarán por el comercio y la horticultura, en ambos casos a escala ínfima. Esto determinaría la situación geográfica del mayor núcleo chino en Cuba.
El Barrio Chino surge a expensas de la Zanja Real y de la Plaza del Vapor.
San Cristóbal de La Habana fue una villa trashumante. En su tercer emplazamiento se establece junto a una magnífica bahía de bolsa, pero el paraje escogido carece de agua. Y los primitivos habaneros se ven obligados a construir una obra ingenieril ciclópea para aquel año 1592 en que se concluye: la Zanja Real, que desde muchas leguas trae el líquido que saciará la sed de la villa durante siglos.
Por su parte, en el siglo XIX es la Plaza del Vapor el más importante mercado habanero, así llamado por la fascinación que provocó en el vecindario el primer arribo de una nave movida con tal energía.
Ningún paraje más adecuado para los antiguos culíes, ahora buhoneros y horticultores, que un punto situado a unas cuadras del mercado, donde venderían sus chucherías, y junto a las aguas de la Zanja, vivificadoras de los cultivos.
Tales requisitos los cumplía un área del actual municipio Centro Habana, delimitada por las calles Zanja y Dragones.
En la esquina de Zanja y Rayo, cuando transcurre 1859, cierto Chung Leng –cristianizado como Luis Pérez– establece un precedente al crear una fonda. Por décadas, el arte de los cocineros en las fondas chinas iba a brindar la más apetecible sazón de Cuba.
La zona va recibiendo cada día más pobladores, culíes manumisos.
Sobrado material humano tenía el Barrio Chino para su incremento demográfico pues, por ejemplo, en 1861 el 92% de los chinos reside en el Occidente de la Isla. No podía ser de otra manera: el geógrafo cubano Juan Pérez de la Riva ha establecido la diferenciación histórica entre “Cuba A” y “Cuba B”. En ese orden, el rico Poniente, atractivo para establecerse, y el Levante empobrecido y despoblado.
Mas el Barrio no sólo crece poblacionalmente. También la vida espiritual se afianza. En 1873 abre sus puertas un teatro de títeres, muñecos de madera que son aquí construidos. Dos años después, se inauguran las representaciones de ópera cantonesa.
Otras dos oleadas
Un buen día, California comienza a irradiar un resplandor dorado que atrae a enjambres de forasteros. Se ha desatado la fiebre del oro.
Surcan el Pacífico, con rumbo Este, incontables embarcaciones, cargadas de asiáticos hasta la borda.
La bonanza de los emigrantes iba a ver su fin. La fiebre del oro se torna fiebre de la xenofobia. Leyes racistas, disturbios y linchamientos obligan a los chinos a abandonar precipitadamente el Sudoeste norteamericano. El escritor y patriota cubano José Martí calificó la situación de San Francisco como “el duelo mortal de una ciudad contra una raza”.
Así, durante la segunda mitad del siglo XIX, se produce otra oleada: miles de chinos “californianos” se establecen en Cuba.
Los recién llegados pertenecen a un estrato económico tremendamente superior al de los muy humildes culíes manumisos. Así, por ejemplo, crean empresas importadoras de mercaderías asiáticas, respaldadas por sólidos capitales, e invierten en la industria azucarera.
Pero no todo es color de rosa en la inmigración chino-californiana: ellos expanden el juego y la prostitución. Y en 1878 dan a conocer, públicamente, la inauguración de una casa importadora de opio, y de los utensilios para fumarlo.
Parece evidente la influencia dañina que sobre la moral del Barrio ejercieron los “californianos”. La tradición recoge casos como el del chino apodado Manteca, quien pudo emprender el ansiado viaje hasta el país natal gracias a los 200 mil pesos oro obtenidos con el negocio del juego.
Sea como fuere, la comunidad china habanera avanza, y en 1893 inaugura un cementerio propio, tan importante para una civilización que rinde culto a sus antepasados.
En 1911 la dinastía resulta derrocada en China, a lo cual seguirían varias décadas de inestabilidad política, guerra y hambruna. Estos tres jinetes apocalípticos serían acicates de la migración, y Cuba recibe una tercera oleada de asiáticos en la década 1920-30.
Con la nueva inyección migratoria, el Barrio Chino adquiere su definitiva fisonomía.
Proliferan las sociedades chinas, que van de las clánicas (según los apellidos) hasta las regionales (por el distrito de procedencia) o las secretas (sospechosas de actividades delictivas, cargarían con su leyenda negra). En lo político, domina el Kuo Ming Tang.
El saldo de la inmigración iba a resultar en que Cuba, de 1847 a la Segunda Guerra Mundial, recibió alrededor de medio millón de chinos, a pesar de no tener costas en el Pacífico, como el Perú, único país de Latinoamérica que puede exhibir un monto inmigratorio asiático de tal magnitud.
¿Hay un futuro para el Barrio Chino?
Los signos de decadencia ya se hacen evidentes en los años 1940. Quienes entonces actúan en la ópera cantonesa –frutos del mestizaje– memorizan las palabras, cuyo significado ignoran, pues han perdido la lengua de sus mayores.
Desaparecieron varios periódicos y otro tanto sucedió con la revista bilingüe Fraternidad.
Entre 1984 y 1987 muere por consunción la tercera parte de las sociedades clánicas: se han quedado sin membresía.
Todo parece indicar que el chinatown habanero entona su canto de cisne. Y no puede ser de otra manera, pues poderosos factores sociales, económicos, políticos y culturales empujan la balanza en tal sentido.
La más remota causal data de principios de la emigración, y se mantuvo vigente en el tiempo: el altísimo índice de masculinidad. En 1953 el censo registra un máximo de presencia femenina, con una hembra por cada 24 varones. Pero hubo momentos, como en 1877, que en Cuba había una china por cada 625 chinos.
Las anteriores cifras tuvieron una previsible consecuencia: el matrimonio mixto, generalmente con cubanas negras o mulatas, sectores étnicos también marginados.
Bien conocido es el papel de la madre en la transmisión de patrones culturales. Desde el regazo materno se reciben costumbres, tradiciones, cantos, juegos, hábitos alimentarios, valores éticos. Lo que es más importante: un idioma. De ahí que estos descendientes heredaran más de la cultura afrohispánica que de la asiática, y fueran confundiéndose en el hervor del ajiaco.
Por otra parte, la población china no recibe sangre fresca desde hace décadas, y por naturalísimas razones camina inexorablemente hacia la muerte. En 1984 había en Cuba unos 4 mil chinos. En 1997 se habían diezmado, literalmente, pues sólo quedaban alrededor de 400.
En esta isla que el frustrado geógrafo genovés situó a la altura de Boston, no hay que ser un pesimista acérrimo para predecir que pronto el Barrio Chino habanero sólo será una nostalgia en la memoria de algunos añorantes del pasado.
Mientras, los pocos sobrevivientes, en espera de la Parca sin haber vuelto a contemplar los paisajes natales, estarán consolándose con la sabiduría de aquel viejo proverbio chino: “La vida es un sueño que camina; la muerte es un regreso a la casa”.