Creado en: octubre 7, 2024 a las 08:03 am.

Colonizantes y colonizadores

Caricatura El Moro

Por Ernesto Estévez Rams

Mark Twain le aconsejó a un joven escritor británico que se le apareció de improviso en la puerta de la casa, en busca de consejos literarios, que «un autor debía primero tener los hechos de manera correcta y luego distorsionarlos tanto como le placiera». Rudyard Kipling, el hijo pródigo de una pareja del imperio británico, nacido en Bombay, tomó el consejo al pie de la letra, y dedicó su vida literaria, incluido el premio Nobel de 1907, a ser fiel a esa sugerencia.

El accidente de haber nacido en la India marcó la vida de Rudyard por completo. Viviendo una buena parte de su vida en la India británica, no solo nunca abandonó el punto de vista del colonizador, sino que las pocas simpatías que alguna vez mostró por el colonizado tenían el signo de la condescendencia que parte de asumirse superior, ya fuese en el orden racial o en el civilizatorio.

Pero no se quedó en la India su visión imperialista. En el debate congresional que se suscitó durante la guerra Hispano-cubana-norteamericana, de si Estados Unidos debía quedarse con los territorios donde había vencido militarmente, Kipling ofreció su punto de vista con el poema La carga del hombre blanco.

Públicamente ofrecido al que sería luego presidente de Estados Unidos, Teddy Roosevelt, a la sazón gobernador de Nueva York, como instrumento de persuasión para el debate sobre la conveniencia del dominio yanqui sobre las filipinas, Kipling no dejó dudas en el poema, y en sus declaraciones posteriores, de que este debía servir para convencer de que el deber «moral» del hombre blanco era subyugar a los otros pueblos, como parte de una misión divina civilizatoria:

«Ahora, entre y ponga todo el peso de su influencia en aferrarse, permanentemente, a todas las Filipinas. Los Estados Unidos han clavado un pico en los cimientos de una casa podrida, y están moralmente obligados a construir la casa de nuevo, desde los cimientos, o dejarla caer de sus orejas».

Para Rudyard, los filipinos eran «gentes recién dominadas y hoscas, mitad diablo y mitad niño». Rudyard, con el conjunto de su obra, no solo buscaba construir una mirada «blanca» del otro colonizado, sino que se proponía que esa visión fuese también la que adoptaran los propios colonizados. Si se anda en busca de un arquetipo del intelectual imperialista, en Rudyard Kipling hay un buen candidato.

La idea de la incapacidad intelectual de los dominados para regirse por sí solos ha sido y es, en sus distintos matices y sus variadas sutilezas, un mantra ideológico favorito de los imperios. Bajo tal visión, el acto de subyugar es un acto de justicia y el poder imperial no lo hace por ambición egoísta, sino bajo el peso de una responsabilidad ineludible con el progreso humano.

Pero el empeño ideológico de convencer a sus poblaciones metropolitanas de la obligación de dominar no sería exitoso si no contara, en la ofensiva cultural que acompaña todo acto de violencia colonizadora, con agentes salidos de la población conquistada.

En la Cuba poscolonial, no faltaron las voces criollas que no solo defendieron que nuestra independencia se le debía al poder neocolonizador, sino que nuestro primer presidente, Tomás Estrada Palma, escribía convencido de la necesidad del tutelaje plattista, porque éramos un pueblo «inmaduro e inculto» para gobernarse por sí solo.

La idea no murió con quien terminara pidiendo una segunda intervención contra los cubanos. Por el contrario, es rescatada (sin recato) tantas veces como se necesite para justificar desatinos actuales. La llamada Ley Helms-Burton, firmada bajo la mirada eufórica de la claque neoplattista, es, más allá de sus detallados dictados imperiales, un manifiesto a la supuesta incapacidad de los cubanos de ejercer la soberanía. La dimensión cultural colonizadora del conjunto de leyes que reunimos bajo el nombre de bloqueo no ha sido lo suficientemente abordada en nuestros espacios públicos.

En la batalla anticolonizadora de nuestro tiempo bien vale identificar los Rudyard Kiplings de nuestra época. Frente a su carga colonizante está la estatura descolonizadora de Rabindranath Tagore, el poeta bengalí: «conócete a ti mismo, ése es el camino a la libertad. La destrucción está en imitar a los demás».

Vale la pena recordar que, frente al poema de Kipling alentando a Roosevelt a consumar los despojos monroistas, se levantó nuestro Rubén Darío: Se necesitaría, Roosevelt, ser Dios mismo,// el Riflero terrible y el fuerte Cazador,// para poder tenernos en vuestras férreas garras.

No lo han logrado, no lo lograrán.

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