Creado en: junio 11, 2023 a las 12:11 pm.

Críticos embozados en Santiago de Cuba

Santiago hacia 1840

Santiago es la segunda ciudad de Cuba en importancia no solo por el número de sus habitantes. Reconocido es su papel determinante en momentos cruciales de nuestra historia y por un perfil cultural con expresiones en buena medida diversas a las de la capital y otras ciudades de nuestra Patria.

Pero en los orígenes de la actividad escénica, salvo la fuerte presencia de dos espacios teatrales edificados por elemento franco haitiano entre 1799 y 1812, la oriental villa siguió durante la primera mitad del s. XIX los pasos de la gran plaza teatral que ha sido siempre La Habana. Así, desde la temprana aparición de la prensa escrita en aquella  ciudad, comenzaron a publicarse noticias sobre teatro y en consecuencia, los trabajos críticos de intelectuales santiagueros. Y, al igual que en la capital, proliferaron los que he llamado críticos embozados.

El 17 de julio de 1823, en el periódico El redactor liberal cubano, sale un trabajo firmado por un tal J. J. G., del que extraigo:  

“Sr. Redactor, si usted quiere y puede, le estimaré ensarte esta cuenta en su hermoso collar:

Establecidos los teatros para mejorar las costumbres de los pueblos haciéndoles cobrar amor a la virtud, y aquel horror que naturalmente nos inspira el vicio, en breve fue preciso poner en ejercicio este resorte para objetos más grandiosos, porque así la reunión de los espectadores, como los resultados ventajosos del ejemplo, que siempre fue la lección más eficaz, obligaban a sacar un partido de utilidad y de provecho en favor de los que veían sacrificada su libertad y los derechos imprescriptibles con que los dotó la naturaleza, por los partidarios de la tiranía. Así fue que apenas renacieron las repúblicas de Roma y de la Grecia, las cuales habían gemido por espacio muy considerable bajo el poder absoluto de los reyes, no limitaron su ilustración a escuelas y academias, sino que condujeron los pueblos al teatro, para que observasen detenidamente en la escena los vicios y las virtudes; a fin de que formando su juicio comparativo supiesen apreciar como era necesaria la libertad que a torrentes de sangre habían conquistado.

Mas, si en los estados republicanos y en las monarquías moderadas se han protegido siempre los teatros, no ha sucedido así en los estados despóticos, donde el tirano contó siempre para el logro de sus miras con la ignorancia del pueblo […] Por fortuna, Cuba, apenas rayó sobre su horizonte la luz de la Constitución que le arrebatara el poder odioso de seis años de tinieblas, vio erigir un teatro compatible con su naciente ilustración; y sin tener las fauces estragadas por las composiciones serviles de poetas mercenarios, esperaba ver establecer un sistema seguido en todas sus representaciones. No ha sido así: cuando más embebido se halla el pueblo con las piezas sentimentales que corrigen las costumbres, o con las tragedias más célebres de nuestros días, se nos ensarta un añejo comedión, porque es de beneficio, porque ha de volar el diablo y volverse luego todo un jardín de flores, y finalmente porque el pueblo, que siempre es pueblo, gusta de títeres, vuelos y metamorfosis ¿Y esto se tolera? Así se nos saca el dinero, tan retirado que anda de nosotros ¡Cuanto pudiera decirse sobre esa corruptela!

[…] jamás dejaré de predicar que a mis conciudadaos no se les deben dar más obras que las célebres piezas de Alfieri, Quintana, Cienfuegos, Moratín, con tal cual de Comella, porque ellas son las que inflaman el espíritu patriótico […] La tragedia de Blanca y Montcasín que tanto han criticado nuestros escritores, ¿a qué vino a nuestra escena? ¿Y la comedia de los Encantos de Medea?¿No sería mejor hacer unos juguetes sobre las ocurrencias de la España invadida, etc., ya que no faltan sujetos ingeniosos en esta Ciudad que puedan disponer estos rasgos de modo que instruyan y deleiten, inflamando de paso los espíritus de los espectadores? […] es preciso adoptar por máxima que los Sres. Cómicos traten de irlo haciendo un poquito mejor: se notan ciertos defectos en las tablas que no nos pueden pasar por el gaznate, por más que querramos cubrir la píldora con obleas…”               

El 6 de diciembre del mismo año aparece en el mismo periódico otro crítico, bastante bien informado y no exento de tino:

“No es ya un problema el saber  si se deben o no excitar las pasiones sobre el Teatro. La naturaleza del espectáculo, su fin, sus sucesos, demuestran suficientemente  que las pasiones hacen una de las partes más esenciales  del poema dramático; y que sin ellas, todo viene a ser frío y lánguido en ciertas obras que hoy se representan, y en donde no hay escena que no contenga una pasión, ni pasión que no exija una vasta variedad de caracteres. […] Nada tenemos de más exacto sobre esta materia que lo que escribió Aristóteles en el libro segundo de su Rhetórica, y es allí […]  donde se debe aprender la teórica y la práctica de este arte verdaderamente encantador.

El hombre tiene pasiones que influyen sobre sus juicios y acciones; nada es más constante; no todos tienen el mismo principio; los fines que ellos se proponen difieren entre sí del mismo modo que los medios que emplean para juzgarlos. Las pasiones, cada una de por sí, afectan al corazón del modo que les es más análogo: […] la expresión que es la pintura del pensamiento, es el intérprete de las pasiones. Las personas que hayan reflexionado sobre las operaciones del entendimiento, entenderán fácilmente este lenguaje, que parecerá un verdadero enigma a aquellos que ni piensan ni hablan sino por mecanismo; más en Cuba [Santiago de], cuya mitad de población no está en estado de penetrar estos misterios, es menester que los actores estudien y se penetren de los afectos, para irlos introduciendo poco a poco en la parte más imperita de nuestro pueblo, que a la verdad no tienen la culpa de no conocer todavía los recónditos secretos de lo cómico y de lo trágico.

Cuando se desee manifestar la cólera, es preciso que el actor (hablo de uno, dos y aun tres que conocen esta pasión) afecten, ya a Clitemnestra hablando con Agamenón, irritada al ver que este príncipe entrega a su hija Ifigenia para ser inmolada a consecuencia del Oráculo de Calcos; o ya la cólera de Aquiles, pintada en la traedia de Ifigenia. Si quiere pintarse el odio; debe el actor traer a la memoria a aquella madre desnaturalizada de Corneille, que acabando de hacer erecer a uno de sus hijos, y que desea emponzoñar al otro, ni teme la furia del cielo, ni la venganza de la tierra. Para representar el terror, la tragedia de Eurípides manifiesta a Orestes con la frente llena de serpientes silbadoras; y a Atalla sobrecogida de horror, luego que Josabeth sabe que esta reina había entrado en el templo.La Piedad, esta pasión noble, que reina en todas las tragedias, se excita por los poetas refiriendo las crueldades esgrimidas contra la inocencia; pero, principamente, demarcando ciertas actuaciones tiernas y tocantes, tal como aquella en que se arroja la Andrómaca a los pies del inflexible Pyrho: pero, ¿de qué sirve que el poeta pinte, si el actor descompone todas sus ideas?¿Y para qué en la tragedia de los Horacios se ha de manifestar a Camila, exhalando sus sentimientos, luego que sabe de la suerte de Curiaceo, si la actriz que ha de representar a aquella romana desconoce las sensaciones del dolor? Para la indignación y la venganza, estudien los actores al ambicioso Amon resentido de los honores concedidos a Mardoqueo; y a Medea que enfuerecida contra Jasón despedaza a sus propios hijos.

Sin que los trágicos se revistan de estas pasiones, en vano pretendan agradar al público. En otra ocasión se dirá con más extensión acerca de los representantes de Comedias, y entretanto, se espera un poco más de ensayo en las piezas, más decoro en los bajos Cómicos, más exactitud en todo. P. Z.”  [Subrayados del autor de la crítica].

Este P. Zvuelve a la palestra el 13 de diciembre:

“En el nº 81 de este periódico se habló concisamente sobre las pasiones de que deben revestirse los actores siempre que hayan de calzar el dorado coturno y vestir la púrpura de Melpómene. En el papel de este día, es la jugetona Thalía la que coronada de mirtos y de rosas, va a presentarse sobre las tablas pulsando la simple pandereta, y descubriendo a veces sus partes más seductoras, cuando el apacible cetro hace ondular la fimbria de su ligera túnica. No crean algunos que quiero hacer del maestro en una materia que me es absolutamente heterogénea, ni que mis ideas en escribir sobre ella sean por ostentar una erudición de que por mi desgracia carezco: mi único objeto es hacer, como dicen las entrañas al pueblo bajo, a quien hasta ahora ha sido desconocido el mecanismo de las representaciones teatrales, y a quien estamos en obligación de irles proporcionando nociones de buen gusto.

Para esto, los encargados de la dirección de Comedias y Sainetes, que en este arte tienen sin comparación conocimientos superiores a los míos, deben hacer elección de aquellas piezas que tengan más cercana analogía con el carácter, constitución y educación de la gente menos instruida […]. Por esto es que en la selección de los dramas deben elegirse aquellos que siendo capaces de excitar vehementes afectos, nada contengan de obscenidad ni chocarrería […] Las buenas Comedias son aquellas a quienes sazona la risa, y que baten los vicios de frente, perdonando a los viciosos; la charlatanería de los falsos eruditos; los enredos de un tunante; las intrigas de un pretendiente; las modas ridículas; los mimados petimetres. Los tramposos; los estafadores; los mentirosos; los baladrones; los proyectistas míseros; los viajeros; los malos poetas; los viejos impertinentes; las damas melindrosas; los falsos duendes; la casa de las brujas; los zahoríes; el soldado fanfarrón; los curanderos; las viejas andorreras; las falsas beatas; las gazmoñas y los gazmoños; el “tutor” avariento; el viejo enamorado; el ayo hipócrita, el rico mentecato; el gurrumino; el maestro de cantar; la dama boba; el agente atolondrado; el ceremonioso; la dama etiquetera; el caballero hinchado; el anticuario; el pedante; el papelista; el pegote; el bufón; el genealogista; el señorito mimado y otros defectos semejantes y sujetos de carácter igualmente ridículo (que sería el de nunca acabar el referirlos todos)  son materia propia de la comedia.. Estos caracteres mueven a risa; y en estando bien imitados, es decir, en estando Candamo para el paso, sin tratar de salir de él, aparecen los vicios, de tal modo despreciables, que nadir quiesiera incurrir en defectos tan dignos de la burla común, con la cual suele conseguirse más enmienda que con una grave y seria reflexión: por eso dijo Dominguillo el otro día, tomándolo de nuestro sabio Iriarte, que

Con más acierto y vigor

Que la severa invectiva,

Una crítica festiva

Corta el abuso mayor.

[…] El fin de la comedia no es otro que el de representar ejemplos de la vida privada, para que cada uno corrija sus defectos. Para logar un fin bueno, se vale de los medios que no tiene,  una severidad filosófica, que son la risa y la burla, ¿quién duda que la risa suele ser un azote más temible que la reprehensión para los hombres ridículos? ¿Acaso no tendrìamos aun en estimación los libros  de caballería si no los hubiese reidiculizado Cervantes en las aventuras de un Don Quijote?

A fines del siglo último adolecía Madrid de mil vicios, que en parte se purgaron por medio  de los cébres sainetes del famoso crítico D. Ramón de la Cruz. Estas farsas se representan todas las noches sobre las tablas de nuestra Isla; pero ellas, aunque hacen reír a todos, no afectan el corazón de muchos. Sería necesario ridiculizar las corruptelas de la Isla: tienen sus varios pueblos bastante que censurar, y el de Santiago de Cuba es muy fértil en materias: y cuando nazca entre nosotros otro Cruz, entonces pondrá los vicios de bulto, y los que no se corrigen por Dominguillos y otras fruslerías tratarán seriamente de su enmienda, por aquello de que nadie quiere que le toquen el pelo de la ropa; aun cuando ni mientan su nombre ni el de su familia.

Conviene mucho muchísimo que los señores artistas estudien el corazón del hombre; sin esta circunstancia jamás saldrán de un círculo reducido, ni la ilustración de los pueblos dará un paso adelante”.

El libro y su autora, la Dra. Olga Portundo Zúñiga.

Nótese la referencia que hace del cómico gallego Santiago Candamo, indiscutible impulsor del teatro santiaguero en sus inicios. Por el filo de las ideas y conceptos, y porque lo avala la Dra. Olga Portuondo -que ha profundizado en su obra-, estoy convencido de que este señor P. Z. no es otro que Manuel María Pérez, poeta, publicista y dramaturgo.

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