Creado en: mayo 14, 2023 a las 06:59 am.
Este acogedor sótano
(05/08/1990)
Algunos lectores, movidos por cierta solidaridad que agradecemos, me instan a reclamar —así de imperativos—, para mis crónicas dominicales en Juventud Rebelde, la parte alta de la página tres. Alegan, entre otras cosas, antigüedad, constancia y larga permanencia en el trabajo. Algo así como el derecho a un escalafón inexistente. No conciben que, al recesar las colaboraciones de García Márquez, permanezca yo en el sótano, según la expresión de un lector manzanillero. Como este tipo de opinión se reitera en la correspondencia, me creo en el deber de situar las cosas en su justo lugar, para evitar torcidas interpretaciones.
Debemos decir, en primer orden, que cuando se agotaron las valiosas colaboraciones de García Márquez, la dirección del periódico me ofreció, amablemente, el piso de arriba. Decliné tal honor por razones que me parecieron entonces, y me siguen pareciendo todavía, realmente válidas. No es fácil, en el periodismo, acreditar una columna y establecer el hábito, entre los lectores, de buscarla en la misma página y el mismo sitio. Cualquier pequeño cambio puede influir en una disminución de lectores habituales que se desorientan y dejan de leernos. Basta con que, por carencia de espacio para ilustración, no salga el acostumbrado retratico, para que nos asalten en la calle preguntándonos por qué no escribimos esa semana. Y el artículo salió publicado.
Por otra parte, siempre he sido un tanto alérgico a las mudadas; siento un rechazo visceral por las permutas. Si por mí hubiera sido, bicicleta aparte, seguiría viviendo en el correo de Quemado, entre valijas de loneta y percusiones de la clave morse. De manera que el hecho de ocupar la planta alta de la página tres no se aviene con mi sedentarismo habitacional.
Por último, le expresé al director de Juventud Rebelde que las caídas desde el piso bajo son menos dolorosas.
Pero hay más, mucho más, en este asunto. Creo que he logrado hacerme, en estos años, de un envidiable mirador hacia las alturas. Lo sentí, con toda intensidad, al leer, hace dos semanas, «La Casa de las Flores», el magistral artículo de Félix Pita Rodríguez. Al terminar esa pequeña joya del narrador cubano, me limité a decir:
—El viejo me dio esta semana.
Con cuánto orgullo reconocí la maestría del autor de Tobías. Recordé mi primer intento de escribir una novela. Cuando la tuve terminada, visité a Félix para que me diera su opinión. Puse en sus manos el original y le dije:
—Vine a traerte mi novela para que la leas y me digas… que está buena.
La leyó en menos de veinticuatro horas y me la devolvió, diciéndome:
—No me dejas más opción que decirte que está buena.
Y me fui, contentísimo del juicio crítico de mi buen amigo.
Todavía estoy por conocer al primer escritor joven al que Félix Pita Rodríguez le haya cortado las alas.
Desde este mirador, me he sentido más que satisfecho de la compañía de autores latinoamericanos consagrados. Galeano, Benedetti, Álape y otros me han hecho mantener la vista fija en las alturas. Y lo que es más importante, jóvenes cubanos me han dado magníficas lecciones de buen periodismo: Surí y Padura me han marcado con su impronta, al extremo de sentir cierto pudor cuando ellos, con generosidad que agradezco, me llaman maestro, calificación que acepto por atribuirla al respeto a mis años. No hace tanto tiempo que yo les llamaba maestro a Nicolás Guillén, Rodrigo Prats, Enrique de la Osa, Carlos Lechuga o Mario Kuchilán. Y entonces, recuerdo, no regalaba ese adjetivo, que resumía mi admiración por hombres de una larga y fructífera labor. El elemento de la edad física jugaba, en cierto modo, un papel importante en la nomenclatura. De pronto, sin embargo, me vi llamándoles maestro a Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Frank Fernández, Roberto Fernández Retamar y otros que eran más jóvenes que yo. En mi personal clasificación de maestro cabían, sin desentonar, el pianista Víctor Rodríguez y el poeta Raúl Ferrer. Maestro era Raúl Roa. Yo, sin embargo, empezaba a ganarme el honroso título en una carrera de resistencia contra el almanaque.
Y comencé a sentir una emoción distinta y renovadora al mirar hacia arriba, en la página tres, y encontrar la presencia de Marqués Ravelo, en una deliciosa memoria sobre Navarro Luna. El joven presidente de la UNEAC, Abel Prieto, me deleitaba con crónicas de su niñez y adolescencia en su Pinar del Río natal, de donde fue trasplantado a Marianao para gestar su Noche de sábado. Y Amado del Pino —Amadito, para sus socios— escribía su artículo sobre José R. Brene, ganándome por una nariz en el propósito de rendirle merecido tributo al autor de Santa Camila de la Habana Vieja. Brene, entre paréntesis, fue de los primeros en llamarme maestro. Imitando a Nicolás Guillén, siempre le respondía con la misma frase:
—Más maestro será usted.
¡Y lo es!
Todas estas circunstancias han hecho que, de un tiempo a esta parte, haya modificado mi viejo hábito de abrir el Juventud Rebelde dominical por la planta baja de la página tres. Ahora, muchas veces, busco primero el artículo del piso alto, para deleitarme con las colaboraciones de un grupo cada vez
más numeroso de hombres de carne y hueso a quienes puedo encontrar, un día cualquiera, en la Sala de Té de la UPEC, en el Hurón Azul de la UNEAC o, sencillamente, en la misma trinchera.
Y, desde mi acogedor sótano, me regocijo enormemente con el resurgimiento de un estilo periodístico que había quedado un tanto relegado por naturales prioridades de otros temas. Arriba hay un piso abierto a quienes sientan esa urgente necesidad de comunicación que es, indiscutiblemente, el germen de una profesión que se lleva en la sangre. La misma que ejerció, con dignidad y orgullo, José Martí.
Sepan pues, mis amables lectores, que me mantendré en el piso bajo hasta que mi esclerosis obligue a la dirección de Juventud Rebelde a declararlo inhabitable para mí. Entonces no ascenderé. Me sentiré satisfecho con ir más abajo, a confundirme con mis raíces.