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Había una vez un cuentero
(14/01/1990)
El primer día del año fui a llevarle a Raúl Ferrer un ejemplar de mi libro Yo vendí mi bicicleta. Aunque todavía no está a la venta, la Editorial Unión, de la UNEAC, me obsequió un reducido número de ejemplares acabaditos de salir del horno. Y uno de ellos lo dediqué al viejo maestro del central Narcisa. Leímos algunas de las anécdotas que aparecen en el libro. Cuando llegué a la última, que retrata o caricaturiza al Indio Naborí, Raúl se puso a hojear el índice y me dijo:
—Para que este libro esté completo, falta un nombre: Onelio Jorge Cardoso.
E inmediatamente me contó una de las anécdotas que, según él, no debía faltar en el libro.
Onelio, como Naborí, era un hombre de infinita bondad y sencillez extraordinaria. Y, como Naborí, era querido y admirado por su pueblo. En cierta ocasión, le contó a Raúl, quien había sido su compañero de magisterio en el central Narcisa, la anécdota que voy a narrarles, no sin antes decir que esa escuelita tendrá que ser, algún día, recordada como un monumento de singular importancia educacional. ¿Qué escuelita rural en el mundo podría reunir, en un momento de su historia, a un narrador y a un poeta de la talla de Onelio y Raúl? Yaguajay tuvo ese privilegio. La historia del municipio debe recoger ese hecho inusitado y, honrándolos, honrarse, como pedía otro maestro, narrador y poeta: nuestro Apóstol José Martí.
Pero les prometí la anécdota: cuenta Raúl que Onelio le confesó una vez que uno de los momentos más difíciles de su vida se produjo en un ómnibus de la capital. Ya Onelio era bien conocido en toda Cuba y, al subir a la guagua, una pasajera, indiscreta y estridente, no pudo reprimir su admiración y se dirigió a él en voz alta:
—¡Qué gran honor tener en la guagua a Onelio Jorge Cardoso, el mejor escritor de Cuba!
Todas las miradas de los pasajeros de aquel ómnibus repleto fueron a caer, de golpe, en el narrador. Quien haya conocido a Onelio, tan ajeno a la vanidad personal, tiene que imaginar cuál fue su reacción ante el inusitado ensalzamiento, a grito pelado, de la espontánea admiradora. Con una temerosa sonrisa, se acercó a ella y, en voz baja, quiso corresponder gentilmente al elogio. No se le ocurrió otra cosa que preguntarle:
—¿Cómo está usted?
Lo hizo casi en un susurro. Su interés mayor era apagar, de alguna forma, el excesivo entusiasmo de aquella señora que laceraba su natural modestia. Sin embargo, ¡para qué fue aquello! La mujer, alzando la voz, como si quisiera enterar a todo el mundo, le respondió:
—Muy mal. Ayer mismo enterré a mi esposo. Mi marido de treinta años. ¿Se imagina usted, Onelio Jorge Cardoso?
Ya en aquel momento todas las miradas coincidían en la figura del recién incorporado pasajero. Onelio trató de hacer más íntima la conversación. Rebajó el tono al mínimo posible de decibeles:
—Así es la vida. Pero debe tener resignación.
La respuesta de la mujer fue un grito que estremeció el ómnibus:
—¿Resignación? ¡Ay, Onelio Jorge Cardoso!, bien se ve que usted no sabe que hace solo tres meses perdí a mi hermana mayor, a la que quise como a una madre. Dos golpes seguidos, Onelio Jorge Cardoso, y usted me pide resignación.
El cuentista quiso reducirse a la mínima expresión, física y espiritualmente. Hubiera querido desaparecer, pero estaba atrapado por una densa masa de pasajeros junto al asiento de aquel altoparlante humano. Ella se le quedó mirando, a la espera de una frase de consuelo. Y Onelio la intentó:
—Bueno, señora, usted tiene sus hijos. Ellos le servirán de consuelo.
Mejor no hubiera dicho nada. La señora estalló:
—¿Hijos, yo? ¡Ay, Onelio Jorge Cardoso!, yo no pude tener hijos. No sé si por culpa de mi marido, que en paz descanse, o por mi culpa, pero en treinta años de matrimonio nunca salí en estado. ¿Se imagina mi calvario?
Hablaba a grito pelado y recalcaba el nombre del escritor en forma casi acusatoria. Onelio le confesó a Raúl que tuvo la impresión de que los otros pasajeros del ómnibus lo miraban con odio. Nervioso, confundido, intentó poner punto final a aquel insólito diálogo:
—Dele tiempo al tiempo. El tiempo todo lo borra.
Y al repetirle la frase a Raúl, el cuentero mayor se burlaba de sí mismo, diciendo:
—¡Qué cosa más ridícula, Raúl, pero no se me ocurrió nada mejor! Ella le gritó:
—¡Qué tiempo ni tiempo! Si cada día es peor. Hoy se me fueron dos guaguas antes de poder montar en esta. Mi vida es una tragedia, Onelio Jorge Cardoso. Y con esta jaba que pesa como cuarenta libras…
Contaba Onelio que nunca supo si fueron los nervios o lo absurdo de aquel planteamiento último, pero estalló en una carcajada.
—Lo mismo podía haberme echado a llorar. Tal era mi estado de ánimo. Pero fue una carcajada restallante, violenta. Y la responsable de la ilógica situación se indignó y le gritó:
—Usted se burla de mis desgracias. Usted es un insensible, Onelio Jorge Cardoso.
Y el autor de «Mi hermana Visia», uno de los monumentos literarios erigidos a la sensibilidad humana, terminó su narración a Raúl diciéndole:
—Fue como si me hubiera hecho un chiste. Los nervios me traicionaron, Raúl Ferrer y Pérez, y seguí riéndome a carcajadas hasta el final de mi viaje, ante la mirada indignada de toda la guagua.
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