Creado en: junio 13, 2021 a las 08:13 am.
La imperfecta hermosura del tiempo ido
Doy fe de haber leído un libro[1], un poemario donde los objetos, las personas, los sitios que aparecen encarnan maravillas inscritas en su propia aniquilación.[2] Porque en El cansancio nacional se nos entregan múltiples evocaciones de un reino perdido que vienen a través de un arbusto, unos granos, una flor, un humo, la dureza de un cordoncillo: ecos del tiempo ido con su cuota de imperfecta hermosura, junto al reflejo de un ambiente diario de vulgaridad, de cosa mal concebida, enrumbada y permanente, que perturba la vida, incluso, la intención más íntima del sujeto lírico. Estas recreaciones de lo que se perdió llenan de mejor sentido el título del libro, y le dan ese aire de trascendencia que debe tener la poesía verdadera:
Hilachas del día. Fibras de esos artesanos que fueron los más viejos de la casa. Hilos de luz con los que se hicieron la canasta del pan que ahora preside la mesa.
Hebras de amianto que una vez descubrí en el corazón de un pargo. Apenas un segundo para hilvanar la muerte y la contravida.
Torzales de humo sobre la casa de Las Tozas y que ahora me sobrecoge.
Hilas de humo como en un crucigrama por hacer. Hilachas que me sostienen. Memoria y desastre.
Donde nos hablan de las fibras de que el mundo está hecho, y las que se recuerdan, como hondo vestigio, del que fue, o la muerte hace eco con la muerte misma, como forma de las cosas que son, y no se adornan:
Mientras leo a Larkin lo extraño cobra sentido en este viaje en un tren más o menos inmundo que me lleva a la otrora casa a la otrora edad de volver a nacer y morir.
Ciclo vegetal.
Ciclo histórico.
Ciclo que no lo salva la escritura ni la muerte misma.
Es el peso del tiempo ido, y el balance que hacemos de la vida cuando puede ser un acto grave mirar atrás, [3] y la comprobación del hecho que no podemos concebir nada sin belleza, o que no existe nada sin ella, incluida la muerte. Una historia blindada que miramos a través del tiempo, dentro de su otredad, y que se recrea como si la escritura no la sacara del abismo. Un humo que fuimos y que ya no es, y aún nos alimenta. Aunque también hay como una adhesión y cuestionamiento, al mismo tiempo, del lugar, del momento en que se está. Hay un razonamiento ideológico que también es canto:
Me han dicho No más país. No más plátano sonante. No más signo de puntuación. He aquí entonces que me asomo a la ventana y allá abajo están los constructores con la risa de siempre, construyen un algo que no debo mencionar. En un carro amarillo le traen desayuno y almuerzo -más o menos amarillo para que tengan lo necesario y concluir eso que no debo mencionar. Lo digo en enero. Avanzado el siglo. Con el sol en la espalda.
Y la cruda realidad económica del país se asume con cierto sentido del humor, en que no falta la nota macondiana, ni el instinto lúdicro que toma como centro lo literario. Se describen atmósferas donde todo está en crisis y en el alma nacional hay desconcierto:
En la casa de los trabajos no tenemos las herramientas suficientes para armar los días que vendrán. Los obreros están cansados de tanto bregar con las tenazas ya oxidadas por las cortas primaveras. Los importadores de metales hace días que no vienen por aquí. Los bichos de luz están de huelga alrededor de los ventiladores de techo. Las naves sombrías han dejado de ser palabreras y ahora respiran cierta quietud. En la casa de los trabajos ni la placidez se puede respirar.
Son poemas breves, desnudos y amargos, o de pretensiones alegóricas donde se siente el gusto por el lenguaje, sobre las desazones y absurdos que hemos construido, sin poder imponer el mejor sentir de nuestro sueño. Asistimos a la puesta a prueba de tu capacidad de fantasía para crearte un mundo tangible en el desconcierto y el desequilibrio, pese a un decir desde dentro, o una especie de compromiso con lo suyo que acude instintivamente al trazo de su antiguo dibujo. Se descubre como un tiempo hacia dentro en el que compruebas con horror que para cambiarlo no puedes hacer nada:
Hacer cama. Voltear el reloj. Derrota del mes, la semana, la jornada laboral. Acompañados de los fieles libros. Tapiar con corcho puertas y ventanas. No escuchar cuando Marcel venga a tomar el Té de las cinco. Hacer cama. Quedarnos así, indeterminados. Hacernos el dormido para ver el homenaje que no nos hacen. Dormir la totalidad. Hacer cama hasta que la vida nos despierte.
He aquí el reto de unir poesía y presente inmediato, fragor mundano del día a día, reto quizás demasiado difícil para el poeta. A veces la referencia al elemento evidente de la realidad es como el fogonazo para argüir una reflexión que se afianza en la consecuencia y /o lo imaginativo, o puede quedarse intentando traspasarlos. Son los instantes que se escurren, la vida que se escurre, y que va, a manera de credo, mejor directo al canto, al camino del Ubi sunt, donde destaco aquellos poemas que tienen el encanto de rearmar el mundo triturado:
Magia del ajonjolí sobre el pan. Semillas chamuscadas en el hornillo viejo del patio.
Magia de mi madre con su molino de triturar todas las almendras del cielo.
Donde el poeta es más íntimo y frugal, y curiosamente más inclinado a la esencia. Igual suerte corren los textos donde un amor es un amor en tanto se constituye en conflicto, en problema, y no puede entenderse sin el dolor. Véanse los poemas “Colmena de la tierra o del cielo…” o “Aldaba para llamarte…” Se construye, se urde a partir de una pérdida que pasa por un ser muy querido, un estado de paz y bonanza sobre las cosas, un estado edificante que se ha perdido en los marcos de su localidad, y que también se ha perdido en el mundo, o un dolor, una prisa, un camino ciego a la solución que llegará a nuestras mentes sin saber qué escollos ni cuales vencimos. El libro hace gala de un lenguaje evocativo que construye a manera de postal donde el poeta es alguien “que ya viene de ida”.[4] Así vamos viviendo solo en el fragor de las atmósferas y de las voces idas, y la conciencia sobre lo que ya pasó, en algún destino que se desvió, que fue sin frutos, pero fue, en textos sobre los que, o bajo de los que, vuela la fábula[5], bellos y surrealistas. Se intenta apresar el paisaje cotidiano, inmediato de nuestras vidas, lo que es tarea ardua a veces, conseguida en el libro con más o menos gloria, y que no impide que algunos textos queden como esos días intrascendentes, o lo que intenta dibujar lo que se va, y hasta algunos otros que interrogarán a la posteridad, que muestran a un ser exasperado y parte de una cadena de tragedias: la del país, la suya, la del mundo, pero en este entramado, como ya hemos dicho, hay instantes novelados del reino que se perdió, de las peripecias del amor, que salvan la cuesta de este libro, en su afán de urdir en verso la contemporaneidad, algo que quedó mejor cernido en Este es un disco de vinilo donde hay canciones rusas para escuchar en inglés y viceversa, porque supo conjugar equilibradamente metáfora e historia, y que extrañamos aquí. Pero el libro ,a través de sus textos que recrean el peso del tiempo ido, se levanta, se salva, pues “conecta con estados que de por sí nos privarían del lenguaje y nos reducirían a un sufrimiento pasivo”[6], y demuestra que Reynaldo escribe, como afirmara Brodsky, no tanto por una preocupación por la condición perecedera de la propia carne como por la urgencia imperiosa de preservar ciertas cosas del mundo de uno, de la civilización personal de uno, de la propia continuidad no semántica de uno. El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla. Es un espíritu que busca carne, pero encuentra palabras.
[1]– Reynaldo García Blanco. El cansancio nacional, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2020.
[2]-Pura López Colomé. “A la altura de sí mismo” en Seamus Heaney. Obra reunida, Trilce Ediciones, México, 2015, p. 4.
[3]– A estos poemas de evocación se unen algunos agrestes, bien logrados, como el siguiente, que tiene el ritmo y el fondo del Diario de campaña de José Martí, obra que para el poeta es una presencia entrañable:
Machacar la Adormidera. Machacarla con deseo
con la piedra azulada.
Dejar que el ardor de la amapola
- suba y reviente.
- Dejarse llevar
por las hormigas.
A los linderos del monte
se ha de entrar despacio. Despacio.
Y otros de poética como “Dejar constancia de los desayunos…”, de la p. 28, que recrean la misión del poeta, o este otro donde proclama que el poema debe ser directo, con trazos de la naturaleza, el poema que necesita y no necesita de nada, y es todo:
Escribir con austeridad. He ahí una meta. Es como darse cuenta de la inutilidad de todas las cosas útiles.
¿Huirdel poema hacendoso? ¿Darse cuenta que no hay nada más grande bajo el dosel del cielo que la voltereta de un pájaro en agosto?
Simples lecturancias de estos días. ( p. 53)
[4] – Véase el poema “Valeriana para el inquieto”, p. 30.
[5] -Ver el poema “Abrimos la Biblia al azar…”, p. 40
[6] -Adrianne Rich. “Voces desde las ondas” en Hablar de poesía, n. 40 buenos Aires, 2019.