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Los corresponsales
(10/09/1989)
En los pueblos pequeños nunca pasaba nada. Se vivía en una especie de sopor postanestésico. Durante la zafra, se animaban un poco y era el período en que los visitaban algunas orquestas afamadas, los circos y los vendedores de Lámparas Quesada y Agujas Simanco para las máquinas de coser Singer. Los circos eran, entre todos estos eventos, los más importantes y entrañables.
Nunca pude realizar el ideal de mi adolescencia: salir de gira con un circo y recorrer la Isla de punta a punta, viviendo en la carpa y disfrutando, cada noche, de la magia del espectáculo. Siempre aspiré a una plaza de tarugo.
Cuando me convencí de que aquello era imposible, sustituí mi aspiración por la de ser propietario de un puesto de frutas, como el que tenía, frente a mi casa, el chino Luis. Luis se pasaba la vida sentado en un cómodo taburete, leyendo el periódico Man Set Yan Po. Nadie, o casi nadie, entraba en su venduta, donde colgaban hermosos racimos de plátanos manzanos y se veían aromosas fuentes rebosantes de calabacitas chinas. Pero Luis era feliz viendo pasar las horas sin que nadie interrumpiera su lectura, con la cual, seguramente, se trasladaba, en sueños, a su pequeña aldea de Cantón.
Lo envidiaba entonces, y todavía, cuando pienso en la jubilación, me ronda el intenso deseo de averiguar, de algún modo, la misteriosa fórmula de las calabacitas chinas, para establecerme en un pequeño pueblo, con el trasnochado propósito de que nadie entre a comprar y pasarme las horas leyendo un viejo ejemplar de algún periódico chino. Aunque no entienda nada.
Nada más parecido a la felicidad que el gesto de Luis, cuando alguien entraba en su establecimiento y le pedía un centavo de platanitos manzanos. Luis no se movía de su asiento y le sugería, amablemente:
—Coge tú mimo. Son cinco pol kilo.
Y seguía, imperturbable, su lectura. ¡Eso era la felicidad!
Hace ya algunos años, por razones dialécticas, anhelo pasar la etapa última de mi vida atendiendo un sillón de limpiabotas en un portal de El Vedado, a la sombra de un nudoso y gigantesco ficus. Eso sí, sin muchos clientes. Una o dos limpiezas al día, para no sentirme inútil. Y, junto al tablero de damas, entre el betún y los paños, una pequeña botella de aguardiente para amenizar el trabajo. ¡Nada más!
Decía, antes de perderme por los caminos de mi concepto de la felicidad, que en los pueblos de campo nunca sucedía nada. Y quizás el más insólito de los oficios era, por aquel entonces, el de corresponsal de un periódico nacional.
¿Qué iba a reportar un periodista de un pueblo donde nunca pasaba nada? Fui corresponsal de El Mundo en mi pueblo, y el único título que me gané fue uno que pregonaba, a tres columnas:
Júbilo en Quemado de Güines Remozado el VIVAC
Un periodista habanero, quizás escaso de material, cogió para el trajín mi información y me dedicó un largo espacio, ironizando sobre el júbilo popular, entre mis coterráneos, por la ampliación de la cárcel.
Reconozco, eso sí, que hubo corresponsales con más sentido periodístico. Raúl Ferrer me contaba sobre la información enviada por el corresponsal de Yaguajay: Manolo Martínez, cariñosamente conocido por Manolo Pamela. Con fotografía y detalles, reportó la erupción de un volcán en una pequeña loma del pueblo. El escrito, titulado «La fumarola», es un clásico del género. Era el primer volcán en la Isla desde tiempos inmemoriales. Solo que después se descubrió que el humo que brotaba del cráter era producido por un montón de sacos de azúcares viejos, traídos del ingenio cercano, a los que alguna mano desconocida prendió fuego. Aunque el doctor Muro, conocido yaguajayólogo, asegura la inocencia de Manolo Pamela, nunca se supo si el corresponsal fue víctima o cómplice.
En Rancho Veloz, municipio gemelo del mío, se destacó, por sus informaciones, un corresponsal muy conocido en toda Cuba: Gutiérrez Sarabia. Nadie se explicaba de dónde sacaba este soldado de la noticia los sucesos de aquel pequeño pueblo, enclavado entre las lomas. Lo cierto es que Rancho Veloz ocupaba frecuentemente el espacio de los periódicos nacionales. Tengo que reconocer que Gutiérrez Sarabia se ganó mi admiración, porque puso en el mapa al minúsculo e inquieto poblado de Las Villas. En Rancho Veloz sí que sucedían cosas.
En cierta ocasión, leí, en El País, un enorme titular:
Ola de grillos paraliza el tránsito en Rancho Veloz.
Y, en tres o cuatro cuartillas, Gutiérrez Sarabia relataba, de mano maestra, el insólito acontecimiento que comparaba con las plagas de langostas que destruían las cosechas en Asia o en Europa.
Aquella noticia superó en sensacionalismo a la intensa granizada que, según un corresponsal anónimo, diezmó el ganado vacuno en Cifuentes, Las Villas, víctima de granizos que llegaron a pesar una arroba y cubrieron el pueblo con una capa de nieve de más de diez centímetros de espesor. (Un solo granizo había servido para enfriar toda la cerveza de un baile popular.) Pero la ola de grillos de Gutiérrez Sarabia dividió a los vecinos de mi pueblo en dos bandos: los que lo creían y los que lo negaban. Yo estaba entre quienes creían a Gutiérrez Sarabia. Y creía en él porque hacía lo posible —y lo imposible— porque Rancho Veloz estuviera siempre en el centro de la noticia. Y esa era, en definitiva, la más hermosa labor de un corresponsal de tierra adentro.
La discusión más fuerte la tuve con Mingo Mayor, un apasionado quemadense, absolutamente negado a que Rancho Veloz nos superara en grillos o en granizos. Le argumenté que era muy posible que, por algún fenómeno ecológico, en aquel municipio se hubiera registrado una superpoblación de grillos. Mingo me oyó tranquilamente y, después de reconocer que eso era posible, que no lo dudaba, me argumentó, gagueando:
—Eeees…tá bien. Puuu…do haber la o…la de griii…llos. Pee…ro, ¿cómo va a paaa…ralizar el trán…sito, si en Rancho Veee…loz nada más que hay un caaa…mión y un fotin…go «tres pa…tás»?
Medio siglo después, sigo admirando a Gutiérrez Sarabia, pero no puedo dejar de reírme al recordar el argumento chovinista de Mingo.
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