Creado en: abril 21, 2024 a las 08:17 am.
Manuel Navarro Luna
Aquel hombre pequeño de estatura se crecía ante los ojos de los que le escuchaban diciendo sus poemas, o tarareando canciones tradicionales, o sencillamente haciendo un cuento. Navarro fue un gigante. Quizás la frase que más caracteriza su grandeza la dijo su hijo Gustavo, comentando cuánto lo admiraba. Me contó una vez:
—Papá era grande hasta sentado en el inodoro. Un día me llamó, estando en el baño, para dictarme una carta. Era una polémica inaplazable contra un reaccionario. Y allí, en aquella posición que puede parecer vulgar o ridícula, me empezó a dictar con su voz fuerte y enérgica. Entonces me di cuenta de que mi padre era grande hasta cagando.
Quise contar la anécdota tal y como fue porque aquel día comprendí, para siempre, lo que es el orgullo filial cuando se tiene un padre como Manuel Navarro Luna.
En los días posteriores al asesinato de Jesús Menéndez, el líder azucarero, Navarro se presentó como acusador privado de Joaquín Casillas, el asesino de Menéndez. Él y Navarro eran vecinos. Vivían separados sólo por la calle. Y se veían todos los días. Al extremo de que Casillas le gritó un día:
—Navarro, ¿cuándo me van a matar?
Y el poeta le contestó serenamente:
—Cuando nos lo ordene el Partido.
Por aquellos días se organizó un mitin en el parque de Manzanillo. Navarro fue el orador principal y denunció el crimen.
El acto terminó como a las doce de la noche y Navarro debía regresar a su casa. Los dirigentes del PSP estimaron prudente que lo acompañaran dos guardaespaldas, convencidos de que aquel esbirro, molesto, podría atentar contra él. Navarro declinó el ofrecimiento:
—Yo no me voy a mudar de mi casa. Y el Partido no me va a poner una guardia permanente, porque yo no distraería a compañeros que son necesarios en otras misiones.
Y partió solo hacia su casa. Cuando se iba acercando vio, no sin sorpresa, que la posta permanente que tenía Casillas en la puerta de su casa, había trasladado sus taburetes hacia la acera de enfrente, justamente donde vivía Navarro. El poeta pensó que le había llegado su momento, pero continuó con firmeza, para no mostrarle miedo a los esbirros. Cuando estaba a escasos metros de la puerta uno de los dos guardias rurales se puso de pie y, terciando su fusil, se interpuso entre Navarro y la puerta. Preguntó ansioso:
—¿Usted es Navarro Luna? ¿El poeta?
Navarro confesaba que se sintió muerto. Pero contestó afirmativamente en un gesto de valor que él supuso el último. Entonces sucedió lo inaudito. El soldado bajó la voz y le preguntó con cariño:
—¿Me podría conseguir un libro de José Ángel Buesa?
Navarro hubiera preferido que el esbirro le disparara. Buesa era un poeta romántico y comercial al que Navarro estimaba en el orden personal, tanto como lo despreciaba por su actitud acomodaticia y tibia en el terreno político.
El nombre de Navarro me hace brotar la sonrisa. Como en aquella ocasión en que lo invité a almorzar en mi casa, en los años más duros del abastecimiento en nuestro país, y cuando lo fui a buscar al hotel Colina me esperaba con diez invitados más, todos poetas y escritores revolucionarios, Naborí entre ellos, con su dulce esposa Eloína, Fayad Jamís, Manuel Díaz Martínez, Branly y su compañera y algunos más que no recuerdo ahora. Ante el asombro que debe haber advertido en mis ojos, Navarro, con una sonrisa pacificadora, me dijo:
—Enriquito, ¿no conoces el refrán? Donde come uno, comen doce.
Entonces supe que los poetas no conocen mucho de Matemáticas. Yo, hasta entonces, creía que el refrán decía: Donde come uno, comen dos.
Aquel almuerzo fue, sin embargo, inolvidable.
Sentado a la cabecera de la mesa, porque la presidencia estaba siempre donde se sentara Navarro, se convirtió en un mago distribuyendo la escasa cuota entre tantos comensales. Y él, discretamente, apenas probó bocado. Ese hombre, que hablaba con mi hija de apenas seis años de música y poesía, con delicadeza martiana, y estremecía las paredes del comedor cuando hablaba de los héroes de la patria. Se quedó, para siempre, muy metido en mi corazón.
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