Creado en: agosto 29, 2024 a las 12:30 pm.

Navarro Luna, telúrico y universal

Navarro Luna vivió orgulloso del llamado al que le tocó acudir por su condición de justiciero nato. Foto: Rafael Calvo

Por: Laura Ortega Gámez

No era alto. Su baja estatura lo hacía deslucir a simple vista, según ciertas exigencias; sin embargo, la grandeza moral de aquel hombre lo convertiría en uno de los más respetados y queridos de su generación. Manuel Navarro Luna, el poeta enamorado de la justicia, nació un día como este 29 de agosto en Jovellanos, Matanzas, hace 130 años.

Aunque matancero de nacimiento, fue Manzanillo la ciudad que lo recibió con tan solo seis meses de vida. Fue su nido de desdichas, la tinta para versos, y el campo de batalla que lo hizo revolucionario, sentimiento que heredó de su padre, un capitán del Ejército español que fue asesinado por estar a favor de la independencia de Cuba.

Se me llenó, de tierra amarga, la boca / Ella misma, después, me arrancó de la tierra, escribió en uno de sus poemas, suficiente para revelar la herida que cargó durante toda su juventud el niño que, entre otras cosas, se vio obligado a ejercer de limpiabotas, mozo de limpieza, sereno, barbero, e incluso, el inusual oficio de buzo, cuando se realizaban las operaciones de recuperación de material bélico que yacía hundido en la bahía manzanillera.

No conoció el poeta más escuela que su madre. La única vez que tuvo la oportunidad de inscribirse en una, tuvo que dejarla para ayudar al sustento de la familia. Fue así que comenzó un proceso de aprendizaje autodidacta que le valió para convertirse en uno de los intelectuales más reconocidos del llamado Grupo Literario de Manzanillo, en el que desplegó a fondo su verdadera pasión, la escritura.

Cuadernos como Ritmos dolientes (1919), Corazón adentro (1920), Refugio (1927), Surco (1928), Pulso y onda (1932), La tierra herida (1936) dotaron al autor de un nombre dentro de las personalidades culturales contemporáneas, mas su ímpetu revolucionario definiría realmente el transcurso, no solo de sus letras, sino de su vida en general.

Se cuenta que una noche de 1948, posterior al asesinato del líder azucarero Jesús Menéndez, la voz de Navarro Luna retumbó en el parque de Manzanillo como uno de los principales acusadores de la barbarie perpetrada por el esbirro Joaquín Casillas, su vecino, por demás.

Esa misma madrugada, al decir del propio Luna, vio la muerte inminente ante sus ojos, cuando un grupo de la guardia del asesino lo esperaba en el portal de su vivienda, luego de que se negara a ser acompañado por sus amigos, a los que les había dicho que él no se iba a mudar de casa.

Afirmativa, similar a una sentencia, fue la respuesta cuando uno de ellos le preguntó «¿Usted es Navarro Luna? ¿El poeta?». Para su asombro, solo le pidieron un libro de José Ángel Buesa, autor que abiertamente despreciaba por su acomodada posición en el ámbito político.

Navarro Luna vivió orgulloso del llamado al que le tocó acudir por la condición de justiciero nato, que supo ser vocero de su tiempo. A él se refirió Nicolás Guillén como «el poeta universal, telúrico, construido de sangre propia y ajena, y por quien muchas gentes fuera de Cuba saben que hay en nuestro breve territorio un pequeño puerto llamado Manzanillo, desde donde suena sobre América su gran voz».

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