Creado en: abril 7, 2024 a las 09:07 am.
Nicolás Guillén
Me gustaba verlo reír. Su alegría era contagiosa. Y disfrutaba enormemente de las anécdotas graciosas. Le conté lo que me sucedió en la posada Rex, cercana a la tienda El Encanto, el día en que fui a cobrarle diez pesos al propietario español a nombre del director de una revistica semipornográfica en la que colaborábamos el negro Máximo Herrera y yo. El propietario de la posada le debía diez pesos al director de la revista, y éste, a su vez, nos debía a Máximo Herrera y a mí cinco pesos por cabeza. Nos dijo que cobráramos la deuda y nos dividiéramos el pago. Y una mañana a las siete de la madrugada, según la expresión de Máximo, me tocó la misión de presentarle el recibo de cobro al español. Hizo sonar la contadora y me entregó, limpiamente, dos billetes de a cinco. La ética profesional hizo que no le entregara inmediatamente su parte a Máximo Herrera para no demostrarle al español la necesidad que teníamos. Me guardé pues, los dos billetes, ante la mirada un tanto desconfiada de Máximo. Ya en la puerta de la posada, a esa hora en que las parejas abandonan sus nidos de amor, Máximo me reclamó:
—Suelta el gallo, blanquito. No me lo demores más.
Y procedí a meterme la mano en el bolsillo y sacar el billete que le correspondía. Fue justo en ese momento que pasaba por frente a la posada un vendedor de mangos. Y observando el pago, se volvió hacia nosotros con una sonrisa pícara y, acusándonos con el gesto y la voz, se llevó el dedo índice de la mano derecha al párpado inferior del ojo del mismo lado de la cara, mientras afirmaba con intencionado tono:
—Los vi. Los vi.
Nicolás estalló en carcajadas. Y por muchos días, cuando nos encontrábamos en la UNEAC, repetía el gesto del manguero y exclamaba gozoso:
—Los vi. Los vi.
Lo que nunca pensé fue que Nicolás llevara las bromas al extremo de utilizarlas en los momentos más solemnes. Asistía al Congreso de la UNEAC, celebrado bajo su presidencia. En el receso me distraje conversando con el poeta negro Marcelino Arozarena. Cuando entramos para ocupar nuestros asientos, ya la presidencia se había situado en los suyos. Junto a Nicolás, el Comandante en Jefe Fidel Castro. Marcelino y yo teníamos que pasar muy cerca de ellos para buscar nuestra ubicación. Lógicamente dirigí mi vista a la presidencia. Y al encontrarme con la mirada de Nicolás, se llevó el dedo índice de la mano derecha al párpado inferior del ojo del mismo lado de la cara, mientras musitaba risueño:
—Los vi. Los vi.
Yo hubiera querido que me tragara la tierra. Marcelino Arozarena no se enteró —hasta hoy— de la razón por la cual me pasé el resto del Congreso esquivándolo.
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