Creado en: junio 25, 2023 a las 03:02 am.
Papá
Al viejo lo conocí de administrador de correos. Mamá le cuidaba los hijos y él atendía al público en la oficina. Ella, auxiliar de telégrafos, era su único empleado. De modo que él tenía que hacer todo el trabajo y nunca vi más de dos personas junto a la taquilla, esperando para comprar sellos o pasar un telegrama.
Y era duro el viejo. Jamás pude conseguir que me regalara un sello, o una tarjeta postal que costaba un centavo:
—Ese dinero es del Estado. Es sagrado.
Y vivía orgulloso de que el inspector jamás le había encontrado un solo centavo de diferencia en las cuentas de la oficina. Papá nunca hubiera entendido eso que hoy llaman “faltante”.
Lo que más me molestaba de él era que no me dejaba fisgonear entre las cartas. ¡Y venían de todas partes! Eran, para mí, como el mundo exterior llegado en grises valijas de loneta. Pero si el viejo me sorprendía tratando de mirar a trasluz, por mera curiosidad, me regañaba:
—¡Suelta eso! La correspondencia es inviolable.
Dicen que era magnífico en la transmisión. Lo conocían, por su ritmo, a cientos de kilómetros de distancia. ¡Era un clarín! Todavía, a veces, me encuentro con viejos telegrafistas que me dicen:
—¡Qué muñeca la de tu padre! YZ (iniciales que usaba para identificarse) era tremendo telegrafista.
Pese a todo, vivió siempre con el temor de la cesantía enturbiándole la felicidad. Cualquier cambio de gobierno podía significar el hambre para la familia. Por eso era conservador en los gastos y liberal en el cariño. Para quedar bien con los dos partidos políticos de entonces. Nunca me dio más de dos pesos para ir a un baile. ¡Ni cuando ya tuve novia oficial! Me ponía dos billetes de a peso en la mano y me decía:
—…y, si te sobra algo, me lo devuelves mañana.
Cuando estaba contento hacía versos humorísticos. De él es una cuarteta que, para mí, resulta antológica. Decía:
Con claridad meridiana
y con versación muy honda,
mañana por la mañana
Pituka de la Foronda.
Pituka era una actriz muy famosa en aquella época. Creo que por esa vía me vino el sentido del humor.
Con el viejo, en el terreno económico, no había arreglo. Si uno le pedía algo prestado, tenía que devolvérselo. Cuando me hice escritor de radio llegué a ganar en un mes mucho más de lo que él recibía por su jubilación en un año. Sin embargo, no sé por qué enredos financieros, en muchas oportunidades tenía que pedirle, a mediados de mes, diez o veinte pesos prestados. Me los daba. Rezongando, pero me los daba. Eso sí, tenía que pagárselos. El día del cobro no faltaba su llamada:
—Acuérdate de que tú ganas más que yo. Tráeme lo que me debes.
Siempre me hacía el propósito de no pedirle más dinero prestado. Y siempre terminaba volviéndoselo a pedir. Creo que lo hacía para seguir imaginando que lo necesitaba.
Poco antes de ingresar para morirse, me prestó los últimos cuarenta pesos. Se le presentó una neumonía y lo llevamos al hospital. Le advertí que no se fuera a morir, que recordara que le debía cuarenta pesos. Me contestó que él no podía morirse porque quería ver el cometa Halley por segunda vez. Tenía ochenta y siete años. En el hospital hizo un infarto. Y me quedé sin el viejo.
En la funeraria, cuando fui a hacer las gestiones necesarias para el enterramiento, el empleado me comunicó:
—El panteón le cuesta cuarenta pesos.
No pude evitarlo. Comenté en voz alta:
—Coño, viejo, tú ni muerto perdonas.
Y le dediqué una carcajada.
Supongo que el empleado de la funeraria debe haber pensado lo peor de mí. Él sabía que se trataba de mi padre. Y se me quedó mirando con un gesto de indignado desprecio.
En el entierro de papá me iba sonando en los oídos aquella cuarteta, original de su hermano Guillermo, que nos recitó a hijos y nietos durante más de medio siglo:
Las hierbas del cementerio
qué tristes deben de estar,
pues cuando el viento las mueve
parece que se menean.
Y me pareció que las hierbas del cementerio sonreían a su paso. El cometa Halley, sin embargo, nunca volvió a pasar por Cuba ¿Para qué?
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