Creado en: noviembre 15, 2024 a las 06:48 am.
Un hada, un mago, un guerrero
Por Hortensia Peramo Cabrera
Quiso el azar que los tres protagonistas de este homenaje y de este breve recuento nacieran bajo el signo de Escorpio hace ya 90, 89 y 88 años, y que transcurrieran sus longevas vidas bajo un signo mayor: el del arte.
Coinciden en ser artistas cubanos, identificados con nuestro país y nuestra cultura, cuyas fructíferas trayectorias artísticas los hicieron merecedores del Premio Nacional de Artes Plásticas y que, aunque procedentes de pueblos diferentes, los tres pertenecen a la zona central de la isla, de aquellos llamados “pueblos del interior” donde eran entonces escasas las oportunidades de estudio y desarrollo, y en una época en la que ser artista no era mirado como una profesión seria, circunstancias que revelan, además, la coincidente voluntad y audacia de aquellos tres jóvenes cuando decidieron emprender el camino del arte.
Pero llama la atención que a las mencionadas coincidencias se suma el hecho de que los tres incursionaron con éxito en oficios artísticos que, en nuestro predio, y por bastante tiempo, fueron excluidos de las llamadas “Bellas Artes”, y fueran concebidos más bien como manualidad artesanal, oficio decorativo, arte menor, o, finalmente, como “cenicientas”. Quiso la vida que, con el empeño esforzado, talentoso y persistente de estos tres artistas, hoy podamos celebrar, junto a los cumpleaños de Lesbia Vent Dumois, Alfredo Sosabravo y Osneldo García, su contribución a la vindicación del grabado, la cerámica y la escultura como “artes mayores”.
El hada (Lesbia, Cruces, 6 de noviembre de 1932)
Si bien los inicios del grabado en Cuba entre los siglos XVIII y XIX gozan hoy de una muy destacada representación y estima en las ilustraciones asociadas a la prensa plana y a la gestión comercial de la industria tabacalera, parece que tales asociaciones contribuyeron a fomentar cierto “desdeño institucionalizado”, como lo calificó David Mateo (2001:16) hacia las pretensiones artísticas y de autonomía de género a los que aspiraban los inspirados practicantes de aquel oficio.
Quizás por esta razón de origen, hasta las dos primeras décadas del siglo XX, el sistema institucional de las artes visuales, fundamentalmente Academia, Salones y Círculo de Bellas Artes, más la exigua crítica, no acogió como suya esta práctica, sustentada en una supuesta incapacidad de homologarse a la pintura, ya prestigiada desde la fundación de la academia habanera en 1818, y a pesar de que en 1928, Mariano Miguel, pintor español nacionalizado en Cuba, estableciera una Cátedra de Grabado en San Alejandro, donde enseñó las técnicas de la calcografía, el aguafuerte y la punta seca, aunque solo fuera como asignatura complementaria de la pintura y el dibujo.
Este afán encontró otros importantes hitos y protagonistas, como la labor como artista y maestro que desarrolló Carmelo González y, años después, la del peruano Francisco Espinosa Dueñas, fundador del taller de Grabado de la Escuela Nacional de Arte (ENA) en 1962, así como la labor formadora que desempeñó el Taller Experimental de Gráfica de La Habana, aunque este no fuera su perfil original. Es cierto que en los impulsos académicos mencionados se manifestaba el criterio de que el grabado era un conocimiento complementario, pero siempre estuvo en la mira de los artistas-profesores alcanzar su reconocimiento como género artístico especializado, objetivo finalmente logrado en el curso 1977-78, con sus primeros graduados en 1980 en el nivel medio y, en 1981, en la enseñanza superior, logro en el que es justo mencionar la labor de un colectivo de jóvenes profesionales y entusiastas conducidos por Luis Miguel Valdés. (Peramo, 2014)
“Luchar contra los obstáculos que interponía aquella sociedad al desarrollo de los talentos, entre ellos, las limitadas posibilidades que se le concedían a la mujer (…) sin dudas fue una notable osadía de la joven estudiante”.
Pero volvamos a los 40, cuando se desplegaron intensas acciones por la vindicación del grabado y que tuvieron en Carmelo su guía indiscutible. Sus esfuerzos fructificaron en 1949 con una primera exposición colectiva, Xilografías cubanas; con la fundación de la Asociación de Grabadores de Cuba (AGC), oficializada en febrero de 1950; la participación del grabado en los Salones anuales de Bellas Artes, y la organización de salones propios a partir del Salón Nacional de Xilografías Cubanas en 1952. Maestro de sus colegas y en San Alejandro, Carmelo extendió su labor formativa en 1949 a la Academia Leopoldo Romañach de Santa Clara, momento y lugar en los que ocurre el doblemente feliz encuentro —profesional y sentimental—, con Lesbia, una ya aventajada discípula que desde entonces colocaría su mirada curiosa sobre aquella novedad artística que trajo el maestro, y decidió explorar sus posibilidades creativas y expresivas.
Luchar contra los obstáculos que interponía aquella sociedad al desarrollo de los talentos, entre ellos, las limitadas posibilidades que se le concedían a la mujer, más el siempre latente prejuicio racial, a lo que se suma pretender ser artista, y, además, incursionar en aquella técnica y lenguaje que apenas gozaban de reconocimiento profesional y social, sin dudas fue una notable osadía de la joven estudiante. Pero tuvo la buena estrella de nacer en un hogar pródigo en respetables manualidades, y bajo la conducción de su experimentado mentor, fue capaz de encauzar sus empeños y trazar un camino propio.
“(…) aunque el grabado tiene en ella una hacedora muy especial, el hechizo de la artista alcanza la pintura (…) sus más recientes y originales esculturas blandas, y el muy delicado y expresivo dibujo compuesto”.
Enfrentó el reto de volcar entonces, sobre la madera, sus ya probadas dotes de dibujante, no para herirla con el buril, sino para encantarla con sus manos de hada. La incisión precisa, la laboriosidad con que acometió cada proyecto, se aprecia en la limpieza de la compleja composición que gusta desplegar en sus obras, en la lograda expresividad de sus ambientes y personajes, reales o fantásticos, enriquecidos por sus recuerdos y vivencias, en fin, por sus memorias.
En sus xilografías se saborea el trabajo intencionado de las texturas y del volumen que obtiene en el taco, testigo y portador de la huella inspirada y personal de la artista, y, en otros casos, matriz devenida pieza de arte por valor propio. Y aunque el grabado tiene en ella una hacedora muy especial, el hechizo de la artista alcanza la pintura, la instalación, sus más recientes y originales esculturas blandas, y el muy delicado y expresivo dibujo compuesto.
El mago (Sosabravo, Sagua la Grande, 25 de octubre de 1930)
Hablando de sortilegios, ¿qué mayor maravilla existe sino aquella que se experimenta cuando se abre un horno cerámico? Pero este es el final de la historia. Pues todo comienza cuando tus manos hacen contacto con el barro natural, extraído del yacimiento, cuando haces tuya esa sensación peculiar de hundir los dedos en la arcilla, de amasarla y de enfangarte. Sensaciones estas que me compartieron muchos de los 28 ceramistas que entrevisté por toda la isla en el ya lejano año de 1998. (Peramo, 1998) Luego tendrás que domar el barro, centrar la masa en el torno y levantar la pieza, o modelarla libremente, como hace Sosabaravo. Después, decorarla con pigmentos, para finalmente entregarla al misterio del horno, y esperar, con escasa paciencia y anhelante expectativa, para ver aparecer la pieza ante tus ojos, como por arte de magia.
Alfredo Sosabravo, que no se propuso ser ceramista, sino pintor, se encontró de pronto con el oficio en el Taller de Cubanacán, donde emprendió un camino desconocido sin imaginar que sus primeras piezas cerámicas, y no sus pinturas, se iban a vender con tanta celeridad en su primera exhibición personal.
Sin duda, los conocimientos de modelado, dibujo y pintura, entre otros obtenidos durante los dos años que cursó en la escuela Anexa de San Alejandro, contribuyeron a ese feliz e inesperado comienzo. También los contactos que mantenía con otros jóvenes estudiantes de la Academia, como Acosta León y Antonia Eiriz, le permitieron contar con la ayuda y consejos que necesitaba para consolidar su formación quasi autodidacta. Cierto es que el éxito de esta experiencia formativa de Sosabravo, como la de la mayoría de los ceramistas cubanos, hicieron pensar, o dudar, si el ceramista requería una formación académica. Sin embargo, el consenso obtenido en la referida indagación apuntó hacia la conveniencia de concebir esta formación en la Academia, para, como expresó uno de ellos, “no perder tiempo descubriendo el agua tibia”.
“Sin dudas, los conocimientos de modelado, dibujo y pintura, entre otros obtenidos durante los dos años que cursó en la escuela Anexa de San Alejandro, contribuyeron a ese feliz e inesperado comienzo”.
Plantear tal problema se sustentaba en una observación o problema inicial: la exclusión de la cerámica del dominio de las llamadas Bellas Artes, y su reclusión al ámbito de las artes menores y decorativas, o disminuida a la condición de vasijería, o como “pariente pobre” de la escultura. Sin embargo, las potencialidades de la cerámica como arte fueron develadas en Cuba desde que el Dr. Rodríguez de la Cruz iniciara una producción con dignidad artística gracias a la participación de creadores de la talla de Amelia Peláez, que enaltecían aquellas vasijas con su decoración. Allí también se entrenaron y dejaron su huella jóvenes artistas, principalmente en función de decoradoras, como nuestra querida Maestra María Elena Jubrías.
Así como el Taller de Santiago de las Vegas asumió en aquellos años la producción y, a la vez, la formación de ceramistas, el Taller de Cubanacán en los 70 fue, sin dudas, una institución que abarcó integralmente las dos funciones. Al impulso de la cerámica artística se une la muy valiosa labor promotora del inolvidable Alejandro García Alonso, a quien debemos el Museo de la Cerámica y las Bienales de esta manifestación, así como a la labor de colectivos como Terracota 4, entre otros focos de producción y experimentación emplazados en distintas regiones del país.
“(…) el verdadero despegue de la cerámica artística en Cuba se dio cuando Sosabravo ganó el Premio en Faenza. A partir de ese momento, no solo este artista recibía un reconocimiento internacional, sino que nuestros persistentes ceramistas confirmaron su fe en este arte”.
A la academia llega tarde la cerámica como perfil profesional, a pesar de que estuvo presente siempre entre sus proyectos, como en la ENA, donde nos encontrábamos en el taller con Juan “el ruso”, y luego con nuestro entrañable Jorge Luis Vega, empeñado en la titánica misión de ganar estudiantes para la causa de la cerámica, pues entonces aparecía únicamente como asignatura complementaria de la especialidad de Escultura. Sin ánimo de extender esta historia, no puedo obviar la intensa labor desplegada por la ceramista Julia González, como asesora de Artes Plásticas de la antigua Dirección de Enseñanza Artística, para llevar este conocimiento a todas las escuelas de arte del país, y para oficializarla finalmente como especialidad en 1983.
Todos estos esfuerzos y loables resultados contribuyeron a colocar la cerámica artística en su justo lugar. Pero como me dijo uno de mis entrevistados, el verdadero despegue de la cerámica artística en Cuba se dio cuando Sosabravo ganó el Premio en Faenza. A partir de ese momento, no solo este artista recibía un reconocimiento internacional, sino que nuestros persistentes ceramistas confirmaron su fe en este arte.
Constante experimentador con cada material y en cada proyecto que encara, sea en la pintura, el grabado, la escultura o la cerámica, Sosabravo muestra un inagotable y original repertorio de formas y volúmenes, exquisitas texturas y motivos donde suelen advertirse referentes diversos que el artista maneja con el mayor desenfado, inventándose una visualidad original, autorreferencial, a la vez cubana y universal, cargada de humor, a veces de sarcasmo, mientras otras suponen una aparente ingenuidad. Quizás una de las constantes más llamativas en su obra sea la explosión cromática, tal como se presenta en su producción pictórica. Pero cuando de cerámica se trata, el colorido que logra el artista entraña una operatoria de particular diferenciación y sutileza. Por una parte, aplicar los pigmentos a la superficie compleja que ofrece el volumen de la pieza alfarera requiere una destreza específica, diferente a la aplicación del color sobre la superficie plana del lienzo como en la pintura; por otra, el proceso exige el dominio de los secretos de las variaciones del esmalte sometido al calor del horno, que a veces trae finales inesperados.
“Constante experimentador con cada material y en cada proyecto que encara (…), Sosabravo muestra un inagotable y original repertorio de formas y volúmenes, exquisitas texturas y motivos donde suelen advertirse referentes diversos que el artista maneja con el mayor desenfado, inventándose una visualidad original, autorreferencial, a la vez cubana y universal (…)”.
Pero Sosabravo parece no creer en el subterfugio del “defecto convertido en efecto”. Quizás el artista tenga un pacto con el fuego, para que el restallante, o hasta, en ocasiones, el sobrio colorido de sus esmaltes, prodiguen siempre y sin fallas el acabado y notable expresividad característica de sus piezas.
El guerrero (Osneldo García, Mayajigua, 7 de noviembre de 1931)
Hacha en mano inició Osneldo su gesta escultórica. Desde entonces emprendió una batalla acompañado por la complicidad de los elementos, fuera la madera que encontraba a su paso en los campos de Mayajigua o los troncos de árboles que usaba el Ejército Rebelde, del que formó parte, para impedir el avance de las tropas de la tiranía batistiana. Naturaleza colmada de energía vital, troncos cargados de rebeldía: estos fueron sus nutrientes iniciales.
Tallista de pequeñas figuras, ebanista, luthier o imaginero, tareas emprendidas con las que parecía que el joven Osneldo tenía trabajo y futuro asegurados. Pudo pasar a la historia local como artista autodidacta, espontáneo, popular… pero él quería más, y emprendió su marcha hasta donde necesitaba llegar para reabastecer sus pertrechos: la Academia San Alejandro. Allí, más que repetir la estatuaria tallada en mármol, o aprender el modelado y vaciado convencionales, supo apropiarse de las novedades que le revelaba su maestro Juan José Sicre, iniciador de la enseñanza de la talla directa en la experiencia efímera del Estudio Libre y en San Alejandro, y artista de pensamiento innovador. Luego completó y abrió cauces a partir de sus estudios por Alemania.
Ganada una primera contienda artística en 1959 con la exposición de su primeras tallas en madera profesionales, en 1968 Osneldo sorprendía al público y la crítica con una nueva faceta, audaz para aquellos tiempos, con piezas en metal ensamblado, con las que aludía a un tema por él aprendido de la mano de su mundo guajiro: la esencia natural del ser humano. Aquellas piezas de marcado erotismo y salpicadas de sano humor, le acarrearon algunas escaramuzas animadas por individuos prejuiciados, mojigatos y puritanos que se escandalizaron ante singulares figuras de hierro —renacido por el escultor como material noble—, quien a sus potencialidades expresivas sumaba además la impresionante escala monumental y el atrevido cinetismo, recurso este en el que incursionó prácticamente en solitario junto a Sandú Darié, y que preparó el camino para un nuevo salto hacia una “cinética viva”, como la calificara María de los Ángeles Pereira, multidisciplinaria y de “intensa repercusión sensorial”. (2005:35)
El escaso acompañamiento que tuvo el artista en estas lides, aun cuando formaban parte de la renovación registrada en las artes plásticas cubanas desde los 60, explica el apelativo de “cenicienta” adjudicado a la escultura cubana, sobre todo cuando se le comparaba con lo que estaban proponiendo y logrando sus colegas pintores y también grabadores en los años siguientes. Especialmente en los 70, el panorama se presentaba semejante al que describió Adelaida de Juan cuando se refiere al estado de la escultura en el período pre revolucionario a pesar de las significativas transformaciones que emprendieron nuestros escultores vanguardistas en el pasado siglo. Con algunas honrosas excepciones, advierte la autora, las escultura se mostraba “deficitaria y atrasada… Relegada a un espacio ancilar en los salones, como que pedía excusas por el lugar que ocupaba allí, convirtiéndose en tanto en un ser invisible”. (2005:9)
“Pudo pasar a la historia local como artista autodidacta, espontáneo, popular… pero él quería más, y emprendió su marcha hasta donde necesitaba llegar para reabastecer sus pertrechos: la Academia San Alejandro”.
Aunque mi querida y respetada maestra hablaba en pasado, el panorama no parecía haber variado mucho, salvo, igualmente, por ejemplos como el que nos ocupa y algunos pocos jóvenes como Ricardo Amaya, con su incursión instalacionista. La escultura ocupaba todavía un rincón en el que no se observaban reales o suficientes gestos renovadores como el que ya se gestaba a fines de los 70 —que dio lugar al denominado Nuevo Arte Cubano (NAC), que cristalizaría poco después, en 1981, con Volumen I—, proceso en el que, además, los jóvenes pintores comenzaron a invadir el espacio tridimensional que hasta ese momento había sido prácticamente exclusivo de los escultores.
Por otro lado, el interés por estudiar escultura, que históricamente se mostraba en menor cuantía que en la pintura, respondía, en alguna medida, a la escasa visibilidad e insuficiente reconocimiento de que era objeto, como también a cuestiones de orden práctico o logístico, como la complejidad de materiales, los costos de producción de las piezas, el asunto de su traslados y emplazamientos, además de prejuicios latentes sobre la dureza del trabajo del escultor que, además, parecía influir en la exigua matrícula de alumnas y la escasa presencia de la mujer escultora, a pesar de contar con un paradigma como Rita Longa, entre otras notables cultoras de este oficio. Es cierto que el escultor tiene un peculiar habitus, una rutina de taller semejante a una fábrica, en el que las recias figuras de escultores y fundidores desarrollan su dinámica entre artesas, grúas, hornos de fundición, bolos y trozos de madera, piedras y chatarra, chispas de soldadura y fuego, sonidos de martillos y sopletes, herramientas de todo tipo, caretas, petos y guantes de protección personal, y que tallar, fundir, o cualquiera de estas acciones, requiere un esfuerzo físico superior al de otras manifestaciones de las artes visuales.
Pero todo esto desviaba la atención de las probables causas verdaderas de la escasez de seguidores de la obra iconoclasta que realizaban los más osados, entre ellos Osneldo, quien se desempeñaba además como profesor en la ENA, también en San Alejandro, donde desarrollaba una labor docente caracterizada por su exigencia y a la vez, su dedicación y altruismo. Otras razones de fondo parecían estar en que la labor de los escultores no era suficientemente estimulada por la crítica, importante resorte que podría contribuir el renovado gesto creativo y experimental, ampliamente reconocido entre los pintores. La entonces Brigada Hermanos Saíz llamaba la atención sobre este asunto, reconocía la obra de los jóvenes escultores y los instaba a continuar repensando su labor creativa, cuestiones estas que ocuparon espacio de debate en un Encuentro Nacional de jóvenes artistas organizado por la Brigada a fines de los 70. [1]
“El escaso acompañamiento que tuvo el artista en estas lides, aun cuando formaban parte de la renovación registrada en las artes plásticas cubanas desde los 60, explica el apelativo de ‘cenicienta’ adjudicado a la escultura cubana”.
En contraste ante la desidia o la inercia, y sin obviar la experimentación constante de otros que habían sido también precursores, como Díaz Peláez, estaba la obra de Osneldo, de Amaya, la monumentaria, que ya tenía notables expresiones con jóvenes escultores como Enrique Angulo o Alberto Lescay, la formación de equipos interdisciplinarios y el singular y arrollador movimiento escultórico en Las Tunas. La nueva escultura cubana, de salón y ambiental, comienza a visibilizarse institucionalmente a partir de 1983 con la retrospectiva que organiza el MNBA La escultura en la Revolución, la encomiable labor impulsora de Codema, y aunque no se registra participación en la I Bienal de La Habana de 1984, ya aparece en la segunda de 1986, justo en el espacio y momento en que se reconoció el giro estético acuñado, certero o no, como “renacimiento” de las artes plásticas cubanas. Entonces vimos a nuevas generaciones empuñar sus renovadas hachas emancipadoras, que hicieron saltar el objeto escultórico a insospechadas dimensiones, y sorprender otra vez, como lo hizo Osneldo con sus precursoras esculturas irreverentes, a pesar de la dureza del empeño.
Porque labrar un camino nuevo, es difícil, y está lleno de escollos y sinsabores; pero seguramente, cuando Osneldo mira hacia atrás el recorrido, siente la satisfacción de haber realizado una obra sólida, de haber sido consecuente con sus ideas, sin hacer concesiones, y de emerger victorioso de las batallas que emprendió por el valor de sus convicciones artísticas y humanas.
* La Habana, noviembre de 2021. Palabras pronunciadas en el homenaje dedicado a los aniversarios de estos tres artistas, auspiciado por el Museo Nacional de Bellas Artes.
Notas:
[1] Evento al que asistí como miembro de la sección de crítica presentado justamente este problema.
Referencias:
Juan, Adelaida de (2005) “Prólogo para la que fue una cenicienta”. En: María de los A. Pereira, Escultura y escultores cubanos, Artecubano Ediciones, La Habana.
Mateo, David (2001) Incursión en el grabado cubano 1949/1997. Artecubano Ediciones, La Habana.
Peramo, Hortensia (2014). Grabado en la memoria. Palabras al catálogo de la exposición homónima. Ediciones Cúpulas, La Habana.
Peramo, Hortensia (1998) La formación del ceramista en Cuba. Impresión ligera. Maestría en Historia del arte, Universidad de La Habana.
Pereira, María de los Ángeles (2005) Escultura y escultores cubanos. Arte Cubano Ediciones, La Habana.