Creado en: marzo 18, 2024 a las 11:36 am.
Una obra maestra de la comedia
Como parte de la Fiesta del Cine Cubano por el aniversario 65 del ICAIC, tenemos la oportunidad de recontactar con La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966), un clásico del cual mucho se ha hablado y se habla, sobre todo en torno a la extrema vigencia de sus postulados y la siempre presente burocracia insular.
Pero más que subrayar el asunto, cuanto me interesa más aquí es apreciar al filme como ese exponente insuperable de la comedia en Cuba, y obra mayor de la disciplina a rango mundial, que es, como modelo de lo inherente al hecho cómico en pantalla, de la relación entre hilaridad y reflexión, del timing y del tono de la comedia.
Titón parte del pilar fundamental de la comedia: un guion férreo; baza acompañada en su película por atributos como clase, contención en el subrayado, un dispositivo genérico montado en la próvida premisa de extraer humor de una situación presuntamente antitética al género (la muerte, el dolor) y una fluidez narrativa que yuxtapone, con alto oficio en el ensamblaje, cada uno de los escenarios de expresión de las situaciones de hilaridad.
El realizador de Las doce sillas y Los sobrevivientes aprendió en La muerte… la lección regalada por el género en su vertiente clásica: personajes definidos; eficacia cómica; lugar para lo farsesco-irracional; diálogos elaborados sobre el carrete de una espiral de réplicas punzantes; planificación directa; estructura narrativa simple, pero llena de chispa y picardía; pulso mantenido y ritmo constante a lo Howard Hawks; actores que derrochan aplomo en composiciones soberbias a cuya efectividad apoya una edición inteligente siempre preocupada por cortar a tiempo antes de matar el gag…
Es esta una película que, por añadidura, en su propensión lúdico/dialógica conversa con la protohistoria misma del género, cuando aún estaban en fase de desmonte los potreros donde se construirían los estudios hollywoodenses y Sennett, Keaton y Lloyd (este citado en la escena de Juanchín y el reloj del exterior del edificio; cual sucede con Laurel y Hardy, o con Chaplin y su Tiempos modernos, en las secuencias de la máquina fabricante de bustos) preparaban, en el improvisado set de una carpa, cuatro sillas y tres mesas viejas, esos gags que serían inmortales.
La batahola frente a la Necrópolis de Colón, puro slapstick, opera como delicioso guiño a esa era fundacional.
Pero además, y en esto se adelanta a su época, el filme se conecta con un tiempo futuro de la pantalla, en el que la tetralogía desacralización/ironía/sarcasmo/cinismo marcaría derroteros claves de expresión. La contundencia de sus ideas, el rayo vivo de un humor tronante, la agudeza del relato, la gracia y el donaire de sus escenas ubican en un nicho selecto a La muerte de un burócrata. Constituye, pues, una pieza del género con todas las distinciones necesarias para permanecer en la memoria fílmica, a la vera de las grandes muestras de Wilder, Lubitsch, Berlanga y Ferreri.
Gutiérrez Alea hizo arte mayor del entretenimiento aquí, pero desde la posición de responsabilidad social del artista, mediante una película de fortísima raigambre popular, con olor legítimo a calle, surcada de pulsiones humanas y asistida de un sólido compromiso ético y moral para con las circunstancias de su sociedad.
(Tomado de Granma)